viernes, 4 de abril de 2014

CURACIÓN DEL CIEGO DE NACIMIENTO

 Domingo cuarto de Cuaresma (Jn 9, 1-41) (A)


El relato del Evangelio de Juan habla de la curación del ciego de nacimiento. En aquel entonces se creía que las enfermedades eran un castigo de Dios, consecuencia del pecado. Por esto los discípulos le pregunta a Jesús: “Maestro, ¿quién peco, él o sus padres, para que naciese ciego? Jesús les contesto: “Ni él ni sus padres tienen culpa alguna”. La ceguera física no es causa del pecado, ni de ninguna otra enfermedad. Y esto hemos de tenerlo presente porque, todavía hoy, se oye decir: ¿“pero qué he hecho para que el Señor me castigue con esta enfermedad”? No, el Señor no nos envía las enfermedades para castigarnos, la enfermedad, sea de la clase que sea, tiene otro origen. El amor del Padre a sus hijos es tan grande que los castigos son incompatibles con él, Dios es Amor y el amor no puede castigar. Si no pensamos así, quiere decir que no hemos comprendido la filiación divina, el amor del Padre para sus hijos.


Sin embargo, se da una ceguera del alma -que esa sí que es fruto de nuestros pecados-, y de esta ceguera es de la que Jesús quiere librarnos, curarnos. Jesús es la Luz del mundo, Él es el resplandor del Padre (Hb 1,3). Y él ha venido para alumbrar nuestras tinieblas que nos impiden vivir en la verdad, en la luz del evangelio, en la luz de Dios. La curación del ciego de nacimiento es un hecho, a través del cual Jesús nos manifiesta que él ha venido a librarnos de la ceguera del pecado. A traernos la luz que ilumina nuestra conciencia y nos salva.

Vemos la actitud de los fariseos frente al milagro que Jesús ha realizado de darle la vista al ciego de nacimiento, una actitud cerrada a la verdad, porque ellos se creen poseedores de la verdad absoluta. Por eso Jesús les dirá: “si estuviereis ciegos, no tendrías pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste”. La postura de los fariseos puede ser también la nuestra: vamos a misa los domingos, practicamos ciertas oraciones y algunas obras de caridad, y por ello creemos que vivimos en la verdad y en la luz. Todo esto, que es bueno, no basta; lo importante es estar abiertos a la Palabra, al mensaje del evangelio que nos va iluminando, interpelando y llevando a la conversión, porque la conversión no es otra cosa que dejar las tinieblas del pecado para convertirnos a la luz del evangelio y revestirnos del hombre nuevo a imagen de Cristo.

El ciego de nacimiento recobró la vista física; pero, ante todo, recobro la luz de la fe, esta fe que le lleva a confesar que Jesús es un profeta, el Hijo del hombre, ante quien se prosterna. Esta tiene que ser nuestra fe: confesar que Jesús es el hijo de Dios, el único que nos salva y que nos transmite la luz que viene del Padre. Estas verdades que las recitamos en el Credo, las tenemos que hacer vida, y no conformarnos únicamente con saberlas de memoria y recitarlas en la eucaristía los domingos. De poco nos sirve recitarlas, si luego no las llevamos a la vida diaria, a nuestra relación con Dios y con los demás.

Este evangelio nos invita a vivir en la luz, en la verdad. Creo que todos hemos vivido momentos de oscuridad y de tinieblas en nuestra vida, y por ello sabemos lo triste que es la noche y lo penosas que son las tinieblas. Estas dos semanas que nos quedan de Cuaresma, tiempo de gracia y conversión, salgamos de las tinieblas del pecado para caminar en la luz que nos lleva a la Pascua de Cristo y a nuestra propia pascua.

También quiero destacar la actitud de docilidad del ciego: él se deja hacer por Jesús. El ciego nada le había pedido, él estaba al borde del camino pidiendo limosna, y Jesús toma la iniciativa de curarle; “le untó los ojos con el barro que hizo”, pero el ciego se deja hacer sin poner ninguna resistencia, y se abre plenamente a la acción de Dios en su vida, a la gracia. “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Es una orden de Jesús a la que el ciego obedece con prontitud: “fue, se lavó, y volvió con vista”. ¡La gracia de la obediencia! Virtud tan poco valorada en nuestros días y, sin embargo, tan evangélica y necesaria en el camino de la fe. El primer hombre fue creado resplandeciente, y se encontró ciego cuando hizo caso a la serpiente: la desobediencia lo llevo a la ceguera. El ciego de nacimiento se puso en condiciones de renacer, de ver cuando obedeció.

Esta actitud del ciego debe ayudarnos a fiarnos de Dios y confiar en Él. Porque Dios tiene su proyecto para cada uno de sus hijos; pero nosotros, con frecuencia, nos oponemos a su acción como se opusieron los fariseos, y en este caso, Jesús no puede abrirnos los ojos para que veamos y contemplemos la Luz que es Él mismo. Jesús miró al ciego desde el amor, porque Él es amor. Jesús solamente piensa en rescatar al ciego de aquella vida de mendigo miserable, despreciado por todos como un pecador. Hoy también, nos sigue mirando a ti y a mí con amor y quiere conducirnos a la Luz, a la plenitud de su visión. Jesús quiere sacarnos del poder del pecado y de la esclavitud, para llevarnos a la libertad de Hijos, a la visión del Padre.

En este milagro del ciego hay un paralelismo con la creación. Dice San Fulgencio: “Dios que creó el globo terrestre, ahora abrió los globos de los ojos del ciego… El alfarero que nos hizo (cf. Gn 2, 6; Is 64, 7) vio estos ojos vacíos; los tocó mezclando su saliva con tierra y aplicando este lodo, formó los ojos del ciego… El hombre está formado por arcilla, la pomada de lodo…; la materia que primero había servido para formar los ojos luego los curó”[1].

La palabra de Dios la tenemos que actualizar, no podemos recordar lo que Jesús hizo en su tiempo histórico, y ver los acontecimientos como algo que a mí no me concierne, como hechos del pasado. No, Jesús continúa su misión aquí y ahora queriendo curarnos de todas las enfermedades que nos llevan a la ceguera del alma, del espíritu, empañando nuestra conciencia para impedirnos vivir en la luz. Hemos de actualizar la Palabra y recibirla como dicen los Padres: “como una carta que Dios te dirige a ti en este día”.

Señor, que esta Cuaresma sea para todos los cristianos, un tiempo de gracia que nos ayude a vivir en la luz y la verdad; y que con nuestras obras confesemos que Cristo es la Luz del mundo que cura toda ceguera humana y espiritual.
Sor Carmen Herrero Martínez





[1] Una homilía escrita en África del Norte siglo V-VI atribuida a San Fulgencio (467-532) PL 65, 880