viernes, 25 de noviembre de 2016


 
 
SE ACERCA VUESTRA LIBERACION

 
PREGON DEL ADVIENTO
Un día, hace ya mucho, mucho tiempo, tanto años como llevan los hombres y mujeres sobre la tierra, Adán y Eva dijeron que se separaban de Dios y le dieron la espalda; empezando a caminar por otros caminos, no por los caminos que él quería y había elegido para ellos y para toda la Humanidad. Pero Dios, en su paciencia infinita, aunque se entristeció y se quedó apenado, prometió visitarles y seguir siendo su amigo. Así es el corazón de Dios: todo amor, lleno de compasión y de misericordia.
 A lo largo del tiempo Dios iba renovando su promesa, su alianza, cada vez que los hombres le daban la espalda y eran infieles a su amistad. Para ello enviaba, al pueblo de Israel, hombres llamados profetas, recordándoles la promesa y alianza de Dios: “Dios va a venir. Prepárense y conviértanse”. Este mensaje tuvieron que repetirlo muchas veces, ya que su pueblo seguía por caminos paralelos a los de Dios. Pero, un día, llegó un profeta, que fue el último de los profetas antes de la visita del Gran Profeta. Este profeta se llamaba Juan Bautista. Él empezó a gritar: “Ya está cerca, ya viene. Dense prisa, arrepiéntase y caminen a la luz del Señor”. Y así fue. Una noche, que no sabemos muy bien ni el año ni la hora, Dios nos visitó por medio de su Hijo, Jesús, nacido en Belén de una doncella llamada María, y José su esposo, le acompañaba.
Los pastores, las gentes sencillas, buenas y pobres, le reconocieron y se hicieron muy amigos de Él, y comenzaron a seguirle y a vivir como Él decía. El gozo y la alegría nacieron en el mundo y para el mundo. Una nueva era comenzaba, el Salvado, el Rey del Universo había plantado su tienda entre nosotros y había asumido nuestra propia carne, haciéndose uno de los nuestros. El gozo y la alegría inundaban los corazones y la tierra entera.
Desde ese momento, cada vez que se acerca la Navidad, muchos hombres y mujeres, de todos los rincones de la tierra, razas y culturas, vuelven a ponerse en camino hacia Dios y abren el corazón a su venida, a su encarnación. Porque el Dios que se encarnó en el tiempo, se sigue encarnando, hoy, y ahora, en tu propio corazón, en la historia que nos toca vivir.
 
Nosotros, cristianos, en este tiempo de Adviento queremos escuchar la Palabra de Dios, cantar, alabar, suplicarle y darle gracias; porque también queremos disponernos a seguir el camino de Jesús, a ser sus amigos. Y sobre todo queremos que Jesús nazca en nuestro corazón.
 
Adviento, tiempo de espera y esperanza; tiempo de gracia, tiempo de vivir en vela y oración, para poder escuchar a Aquel que viene y llama a mi puerta, a la puerta de mi corazón. Realmente, cuando llame, ¿la encontrará completamente abierta? ¿Podre ofrecerle un hogar donde se sienta a gusto, como en su propia morada?
¡Ven, Señor Jesús!

jueves, 17 de noviembre de 2016

REFLEXIÓN SOBRE ADVIENTO 2016








PREPARAR LOS CAMINOS DEL SEÑOR  A LA LUZ DE LA FE,
 
ESPERANZA Y CARIDAD
DE LA VIRGEN MARIA,  MADRE DE JESUS

     INTRODUCCIÓN

Primero quiero recordarles lo que significa Adviento. Adviento es, una palabra que viene del la latín,  -adventus-, que quiere decir “LLEGADA SOLENME”. Adviento, un tiempo para vivirlo, bajo el signo de “encuentro”, entre un Dios que viene en busca del hombre, y el hombre que va en busca de Dios. Un tiempo para vivirlo a la luz de María, porque mucho es lo que de ella tenemos que aprender. Por esto, este retiro hemos querido consagrarlo a Nuestra Señora del Adviento, a profundizar en sus virtudes para que, de alguna manera, las hagamos propias y ellas nos ayuden a vivir con más profundidad este tiempo de Adviento, de espera y esperanza; y así podamos vivir plenamente la Navidad, Misterio central de nuestra fe cristiana. Como dice Benedicto XVI: “El acontecimiento central de nuestra fe es que Dios-Amor, ama tanto al mundo -a nuestro mundo- que le ha enviado a su Hijo, Jesucristo, este Niño Jesús que nos nace, es el Amor de Dios encarnado[1]. Ante tal derroche de amor, ¿Cómo no vamos a prepararnos con esmero a acoger el Amor, hecho Niño, y arroparle en nuestras entrañas maternales como lo hizo María?
               I.          LA FE DE MARIA
 “Bienaventurada me llamarán todas la generaciones, porque el poderoso ha hecho obras grandes en mí” (Lc 1, 48-49). María es bienaventurada, porque creyó contra toda esperanza. En María encontramos un modelo de mujer creyente que nos ayuda en nuestro propio camino de fe. “Bienaventurada tú, que creíste, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor” (Lc 1,43). La fe de María es una fe reflexionada, adulta. Ante el anuncio del ángel, incomprensible para ella, le pregunta: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón”? (Lc 1,34). La fe de María también es una fe prudente, ya que no cree con ligereza. Como dirá más tarde Juan, evangelista: “No creáis a todos los espíritus, sino examinar si son de Dios, porque hay muchos falsos profetas” (1 Jn 4,1-6). Pero una vez que María ha comprendido que el anuncio del ángel le viene de parte de Dios, lo acoge en su corazón desde la fe y un total abandono, desde la confianza y la determinación; comprometiendo hasta su honor de mujer. Piensen, lo que para una mujer suponía estar en cinta en su contexto histórico y cultural. Una joven en cinta, “sin conocer varón”, se exponía a ser lapidada. Y a pesar de tanto riesgo, María cree, confía y asume plenamente la palabra del ángel. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, aquí estoy”, y desde ese momento María no vacila en su fe; pasando por las congojas y las dudas de José, hasta la oscuridad del Calvario. María, es la mujer que con más radicalidad ha rendido las luces de su entendimiento al Señor y se ha entregado a Él con una fidelidad incondicional; guiada únicamente por la fe en las palabras del ángel, abandonada al plan que Dios tiene para ella y con ella. El plan salvífico de Dios se realiza con María, pues de ella nacerá el Salvador del Mundo. “He aquí que la doncella ha concebido y va a dar un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”  (Is 7,14).[2]
      María, vivió la fe en toda su profundidad y plenitud. Ella creyó en el anuncio del ángel, confío en Dios y le dijo: Amén. “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). La fe de María nos tiene que llevar a preguntarnos por nuestra propia fe. ¿Cómo es mi fe?, ¿hasta qué punto, mi fe está comprometida con el anuncio del evangelio? O más bien, ¿es débil, vacilante, sin compromiso alguno? En principio, puede parecernos que tenemos una fe adulta y comprometida; pero no siempre es evidente vivir la fe en su plenitud, ante las exigencias y dificultades que la vida lleva consigo. Dios, para cada uno de sus hijos tiene su plan, pues para Él somos únicos. ¿Acepto en mi vida el plan que Dios tiene para mí, desde una postura de abandono y una fe adulta? ¿Oro, reflexiono, para conocer el plan de Dios para mí?
      El Adviento, tiempo de gracia, nos invita a interpelarnos, con el fin de profundizar y vivir nuestra fe cómo la vivió María. Todos tenemos que decir “Creo Señor, pero aumenta mi fe” (Mc 9,24). Y el Adviento es un tiempo maravilloso para dirigirle al Señor esta suplica, porque la fe no se adquiere de una vez por todas. La fe, es como una semilla que necesita muchos cuidados, y si no la cuidamos con actos de fe, la meditación de la Palabra, la oración y los sacramentos, unido todo esto a las buenas obras; puede “agostarse” y hasta morirse. Tengo que “cuidar” mi fe y dejarla que eche raíces profundas, para que cuando lleguen los “vendavales” de la vida, no la tambaleen ni la arranquen, o lo peor, la aniquilen. Creer es estar en camino constante, en una postura de abandono, confianza y crecimiento; con el único anhelo de responder al plan que Dios tiene para mí: la santidad. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef. 1,3s).
 La fe, es una semilla muy pequeña que llevamos dentro, sembrada en una tierra rocallosa, la que unas veces le ayuda a crecer y, en otras circunstancias, en cambio, puede llegar hasta extinguirse. A cada uno, pues, le toca estar atento a esta frágil semilla como es la fe, y echarle la buena tierra para que crezca, se desarrolle y se convierta en un árbol seguro, frondoso y fecundo; y que los vaivenes de la vida no puedan arrancarla. La fe la tengo que cuidar y mima como a un bebe que está en constante crecimiento y desarrollo. La fe va creciendo en nosotros en la medida que crece nuestra confianza y abandono en Dios. Esta es la tierra propicia para que crezca la fe: la confianza y el abandono. A estas dos virtudes le siguen la humildad y la obediencia al plan de Dios. María nos lo muestra con su ejemplo. Ella debe de ser nuestro modelo y nuestra fortaleza.
      La fe es un don que Dios nos da para que, a su vez, nosotros lo pongamos al servicio de los demás. La fe no puedo guardarla en el baúl de los recuerdos, como una “perla preciosa”, únicamente de uso personal para determinadas circunstancias y acontecimientos. No, la fe la tengo que poner en obra y hacerla vida de mi vida; compartiéndola en toda gratuidad. Sobre todo con la vida, más que con las palabras. En muchas ocasiones nos da miedo el comprometernos, sobre todo, ante los demás. Vivir la fe en solitario resulta más cómodo; pero, ¿hasta qué punto eso es fe? La fe o me lleva a un compromiso comunitario y social, por el bien de los demás, como le llevó a María, o de lo contrario mi fe está muerta. La fe de María le llevo a la fidelidad sin condiciones al plan de Dios, desde la “Anunciación” del ángel hasta el “Calvario”. Y ella no se hundió ante tantas dificultades y dolor por las que tuvo que atravesar, sino que siguió creyendo en la obra de Dios y su promesa. “La fe es el soporte o fundamento de las realidades que se esperan y la prueba de las que no se ven” (Heb 11,1). El papa Francisco ha dicho que la fe no es algo privado, sino que hemos de dar testimonio de lo que creemos y en quien creemos. De alguna manera, la fe es “publica”.
      Me permito contarles una experiencia personal que viví cuando estaba de capellán en el hospital. Estaba ingresada una señora, que era judía, y yo iba a visitarla regularmente. Entre las dos nació una verdadera simpatía y cierta amistad. Mujer inteligente, cultivada y de fuertes valores humanos; pero sin ninguna creencia. Para ella todo terminaba en el momento de la muerte. Sin embargo, admiraba mi fe, y me pedía que le hablase de lo que yo creía y en quién creía; que le hablase de mi vida, de mi oración. Y así lo hacía con toda sencillez, sin discursos, simplemente con mi presencia cariñosa, atenta a lo que ella necesitaba y me preguntaba. Su despedida era siempre la misma: “no me olvide, vuelva a visitarme, sabe que yo no creo; pero su fe, ¡me hace tanto bien! me consuela y reconforta profundamente”. Pasó unos cuantos meses en el hospital, ella sabía que su muerte era inminente, unas horas antes de morir, me dijo que deseaba abrazarme como signo de agradecimiento a mi fe y acompañamiento; por el bien que le había hecho. Mi presencia y mi fe habían supuesto para ella un rayo de luz en su profunda oscuridad, en su no creencia. Una ventana se había “entre abierto” la posibilidad de un más allá. Puedo decirles que, durante todo mi ministerio en el hospital, fue una de las personas que más huella ha dejado en mi vida y, ese abrazo, jamás lo olvidaré. Su frágil beso, con tanta ternura y gratitud, quedó grabado en mis entrañas como una lanza ardiente que hiere de una herida suave, llena de amor. Les cuento esta experiencia para que vean como el testimonio de nuestra fe es importante, incluso hasta para los no creyentes. Tengamos la certeza de que si nuestra fe es verdadera y va acompañada de las obras, puede ayudar, a los no creyentes, a abrir alguna “rendija” por donde la Luz de Cristo pueda entrar e iluminar el camino que les lleve a la Verdad.
             II.          ESPERANZA
      La esperanza es el fruto de nuestra fe. Por ello solamente puede esperar quien cree. María es la mujer que más fe y amor ha tenido, por esto es también la mujer más esperanzada. Su esperanza la tenía puesta totalmente en su Dios, tal fue la intensidad de su esperanza que atrajo la mirada del Altísimo e hizo que el Espíritu Santo la cubriese con su sombra engendrando en ella el Esperado de los tiempos, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
      ¿Cómo es mi esperanza? Si la esperanza es fruto de mi fe, según sea la profundidad de mi fe, así será la profundidad de mi esperanza. La fe y la esperanza van unidas. Mi esperanza, ¿la tengo puesta en Dios encarnado, o más bien, la pongo en lo que soy y tengo: mis cualidades humanas, intelectuales, económicas, sociales, en las personas, o las cosas? Desgraciadamente, también podemos poner nuestra esperanza en las cosas.
      La iglesia, en este tiempo de Adviento, vive en una actitud de espera y de esperanza en la Encarnación de Cristo, su Salvador y Redentor. Él es su única Esperanza. La liturgia de Adviento expresa profundamente esta esperanza que la Iglesia celebra y canta diariamente. ¿Hasta qué punto hago mía la esperanza de mi Madre la Iglesia, viviendo la liturgia de este tiempo de Adviento que nos invita con insistencia a la espera y esperanza?
      María, confía y espera, ella cree en la encarnación del Hijo de Dios en sus entrañas, para luego encarnarlo en el mundo. Esta debe ser también la actitud del cristiano, esperar y creer en la encarnación de Jesús en mí, para luego encarnarlo en el mundo, siendo sus testigos. ¿Soy consciente de la encarnación de Cristo en mi vida?
      Esto significa vivir el Adviento: tomar conciencia de que Dios se encarna en mi vida, y acogerlo como lo acogió María. Vivir el Adviento desde esta dimensión, no solamente es un tiempo de cuatro semanas, sino de toda una vida. Vivir esa transformación “crística” que por la gracia del Espíritu se va realizando en mí. Dirá san Pablo: "No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi" (Gal 2,20). A esto tenemos que aspirar los cristianos, a ser otros “Cristo”. Este es el verdadero adviento que dura toda una vida, la transformación en Cristo, ese renacer de nuevo en él y con él.
      María, por la profecía de Simeón, sabe que “una espada de dolor le traspasará el alma” (Lc 2,35). No pensemos que María comprendía todos los acontecimientos, ¡lejos de ello! El evangelista dice: “María guardaba todas las cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,49-51). María vivió momentos muy dolorosos, desde cómo comunicarle a José la visita del ángel, hasta cómo hacerle comprender el gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios en sus entrañas. Seguido, el nacimiento de Jesús en aquellas condiciones de suma pobreza, la huida a Egipto, la pérdida de Jesús en el Templo y las dificultades en la vida diaria; para terminar con la tremenda prueba de la muerte de su hijo en una cruz. Pero nada de esto le hizo vacilar de su fe, porque su esperanza estaba firme y cimentada en la Promesa de Dios, en su Palabra. Y apoyada en la Roca firme pudo permanecer segura, serena y confiada, ante la profunda prueba del más inhumano y sangrante dolor: la muerte de su Hijo en una cruz. “Mi fuerza y mi poder es el Señor” (Sal 118,14). Solamente confiando y esperando firmemente en Dios se puede superar las dificultades de la vida, por muy penosas que ellas sean. ¿Se parece en algo mi confianza en Dios, a la confianza que vivió María?
            III.          CARIDAD
      María es la criatura que ha vivido en toda su plenitud la virtud de la caridad. María nos enseña que la caridad no consiste en hacer y dar, sino en ser y darse. María vivió hasta la raíz más profunda el ser: “he aquí la esclava del Señor”, al decir su Amén a Dios, su entrega fue completa. La entrega de María a la acción de Dios es radical, por esto Dios realizo el “milagro” de la encarnación de su Hijo en ella. María, como ninguna otra criatura, ha vivido la caridad, porque la caridad es Dios mismo, y ella nos lo ha dado hecho Hombre, el Emmanuel.
      Cristo, por el bautismo, se encarnó un día en mí, y cada día se vuelve a encarnar. ¿He reflexionado que la caridad más real es transmitir a Cristo a los hermanos? María se entregó a Dios, y, a su vez, desde su entrega nos dio a Cristo. Esta tiene que ser nuestra caridad más profunda: dar a Cristo a los hermanos. Anunciar al mundo, con mi vida y obras, que Cristo vive en mí. La toma de conciencia de que estoy habitado, de que soy icono de Dios, sagrario de su presencia, es primordial. De alguna manera, el cristiano está “preñado” de Cristo. ¡Qué maravilloso sería si viviésemos de esta realidad tan extraordinaria, como es la presencia de Dios en nuestro interior! “¿No sabéis que sois templos del Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Si soy consciente de la presencia de Dios en mi vida, ella me llevará a vivir la verdadera caridad.
      Otra faceta de la caridad de María es la fidelidad al plan de Dios. Para ello tuvo que pasar por muchas dificultades, pruebas y sufrimientos; pero nada le apartó de esa fidelidad. Sulo vivió hasta las últimas consecuencias. La vivencia más pura de la caridad se puede ver como signo de fidelidad a su propia vocación y misión. En nuestros días, que los compromisos de vida, son tan inestables; la fidelidad es un testimonio maravilloso que los cristianos estamos llamados a dar. ¿Cómo vivo la fidelidad a Dios en mi estado de vida concreto y compromisos pastorales y sociales?
      María también vivió la caridad del “hacer”, del servicio, del olvido de sí y de sus cosas; para ir al encuentro y ayuda de su prima Isabel. Nos dice el evangelista que fue con “prontitud” (Lc 1,39). Esta prontitud, significa que iba contenta y alegre a ofrecer, junto con su compañía, también su ayuda de servicio a su prima Isabel, mujer avanzada en edad; quedándose con ella tres meses. Probablemente hasta el nacimiento y circuncisión de Juan. En nuestra sociedad, hay demasiado egoísmo e individualismo, cada uno vive para sí. Nadie tiene tiempo para nadie. ¿Vivo la caridad con alegría y generosidad como la vivió María?
      Si la caridad es amar, María con quien más caridad tuvo fue con Jesús. ¡Con qué amor, ternura y delicadeza, le haría las cosas que a todo niño hay que hacerle!, y este mismo amor lo seguiría durante toda su vida, hasta su muerte, viendo en Jesús y adorando en Él, el misterio insondable de Dios: Jesús, el Hijo de Dios, se encarna en el seno de una mujer. El misterio de la filiación de Jesús supera todo entendimiento humano, aún el más puro y abierto a la Palabra de Dios. El, Hijo del Padre, ciudadano de la eternidad y del cielo, por derecho natural; se ha hecho Hijo del Hombre en el tiempo y ciudadano de la tierra. Como dirá san Pablo: “Jesús siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” (Flp 2,2-27). Ante tal misterio, María lo medita y lo guarda en su corazón. El evangelista Lucas lo dice dos veces: “María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). Y la segunda vez se refiere a las primeras palabras de Jesús en el Templo: “Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón”                (Lc 2,51). María vive la caridad desde el silencio, pues ante la incomprensión del misterio, adora y confía.
      Quiero resaltar otra faceta de la caridad de María: el amor misericordioso y compasivo con el pueblo judío; el Pueblo elegido que no aceptó a su Hijo, al Mesías, al enviado de Dios, el anunciado por los profetas; prefiriendo matarlo, como, anteriormente, habían matado a tantos otros profetas. María, hija de Israel, hija fiel a la Promesa, sigue amando a su pueblo desde la incomprensión de lo sucedido. La suplica de Jesús: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), María también la hizo suya. Madre e Hijo estaban en la misma sintonía de amor y de perdón ¿Qué amor más grande que el que perdonar y amar a quienes condenan y matan a su Hijo querido, salido de sus entrañas? Y en ese pueblo judío, todos estamos representados.
      Ante las dificultades y el sufrimiento que la vida nos trae, nuestra fe y caridad pueden vacilar, y hasta romperse, como le sucedió a Pedro que llegó a negar que no conocía a Jesús, que no era uno de los suyos (Jn 18, 25-27). Por esto hemos de orar constantemente para no caer en la tentación, y vivir confiados en la acción del Padre que conduce nuestra historia, la historia de la Iglesia y de la Humanidad, invitándonos a vivir el amor más autentico: el perdón a unos con otros.
           IV.          EL SILENCIO DE MARIA
      El silencio de María es una de las actitudes en las que debemos meditar y profundizar, siempre; pero de manera especial en este tiempo de Adviento. María ha recibido a Jesús en su seno y se prepara para su nacimiento en silencio, oración y adoración. Nada tiene que ver con el Adviento que nuestra sociedad nos presenta y el que nosotros vivimos, tan lleno de ruido y publicidad, anunciando una falsa Navidad. Porque la Navidad, en nada se parece a lo que la publicidad pagana nos presenta. Ese márquetin es para el consumo y no para celebrar la Navidad desde una dimensión cristiana. La comercialización de la Navidad, el consumismo y el ruido, hacen que el tiempo de Adviento pase sin darnos cuenta ni vivirlo. Sin embargo, el Adviento es un tiempo fuerte de gracia, el cual a través de las cuatro semanas litúrgicas, acompañados por la Palabra de Dios; nos lleva hasta Belén, donde se realiza el acontecimiento central de la Historia cristiana: El nacimiento del Hijo de Dios. Insisto en que el consumismo y materialismo nos roban la verdadera Navidad. Ante esta realidad, los cristianos estamos llamado a reaccionar, a no dejarnos llevar de esta manera pagana de celebrar la Navidad.
      El silencio de María, en torno a la Encarnación, está envuelto en el misterio. Nos parecería lo más normal que ella hubiese anunciado, al menos, a las personas más íntimas, que el Mesías iba a nacer; pero María calla, guarda silencio, pues sabe que los misterios de Dios no necesitan del comentario de los hombres. ¡Ella, adora y confía! Porque tiene la certeza de que es Dios mismo quien conoce el momento para revelarlo y que es Él quien elige los “instrumentos” adecuados para hacerlo. María en el silencio cree, espera y contempla el misterio que Dios ha realizado en ella. En el momento preciso, los ángeles, serán los embajadores de anunciar el nacimiento del Hijo de Dios. “No tengáis miedo, vengo a traeros una buena noticia, que lo será para todo el pueblo, en la ciudad de David nos ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, el Salvador” (cf. Lc 2,9-11). María, después del anuncio del ángel se pone en una postura interior de adoración y silencio; apenas ha nacido el niño, la vemos silenciosa y adorante, ante tal Misterio que le sobrecoge, la llena de ternura, de gozo y admiración. Las mujeres que han tenido la experiencia de dar a luz, comprenderán mucho mejor la maternidad de María. María no solamente es la madre de Jesús, sino que es la madre de todos los vivientes.
      Toda su vida transcurre en un silencio contemplativo. El silencio es para ella una actitud interior constante. El silencio de María no consiste en la ausencia de palabra, sino en la presencia de Dios. María acoge y contempla a Dios en su seno virginal. Podríamos decir que dos son las razones del silencio de María: la admiración y la adorar de Dios hecho Hombre, en su propio seno y nacido de ella. Estas dos razones derivan de la fe y humildad de la Virgen. María, la predilecta del Padre, la amada y la elegida, se sumerge en ese silencio amoroso, como el mejor signo de agradecimiento al don que ha recibido del Padre. Pensemos que el silencio es el lenguaje del puro amor, de la intimidad más profunda y lograda. Por esto, ante el misterio de Dios encarnado, toda palabra es vana, María, guarda silencio y vive al interior de ella misma sobrecogida de asombros, de admiración y acción de gracias.
      María sabe que la Encarnación de Dios es para todos, que ella solamente es el instrumento que Dios ha elegido. Por eso quiere “eclipsarse” en el silencio, para dejar todo el protagonismo a Dios, hecho Hombre, para que los hombres vean, ante todo, a Jesús y le reconozcan como el Hijo de Dios, el Salvador. María queda en la sombra, para que Jesús sea la Luz, el centro, la atracción de todos los hombres y de todos los pueblos. María nos entrega a su hijo porque sabe que no le pertenece. Esta entrega lo expresan muy bien los iconos de la Virgen donde María nos entrega su Hijo.
      En nuestra vida esto tenía que ser una meta a conseguir, sabiendo permanecer en silencio, desapareciendo para que Jesús se haga más visible en nuestro mundo. Esto conlleva unas grandes exigencias. Solamente lo podremos conseguir viviendo esa dimensión contemplativa que nos sumerge en el misterio de la adoración. Y de esta manera nuestro silencio será gozoso, porque no será solamente la ausencia de palabra, sino la presencia de Dios en nuestro corazón. Cuando se vive esta presencia, la persona vive en armonía, en el gozo que produce el encuentro con el ser Amado, y participa del gozo de María que le hizo permanecer siempre como mujer serena, fuerte y madura, ante todos los acontecimientos y sufrimientos de su vida.Vuestra fuerza está en el silencio” (Is 30,15).
      Quiero terminar con estas palabras: María, tus padres te pusieron por nombre María. El Ángel Gabriel te llamó “llena de gracia”. Isabel, tu prima, te saludó como “Bendita entre las mujeres”. La Iglesia, desde los primeros siglos, te invocó y proclamó Madre de Dios, la Theotokos. Cada pueblo te invoca de manera diferente: con el nombre del lugares, de plantas, de flores y paisajes, de montañas y de mares; y todos estos nombres para confesar la fe y el amor del pueblo cristiano, que te proclama Madre de los creyentes, Madre de la Iglesia; y en este tiempo del Adviento te llamamos: Madre de la Esperanza. A ti pues, nos confiamos, como tus hijos amados, y contigo también queremos dar al mundo a tu Hijo, Jesús, para que Él reine en el corazón de todo ser humano y un mundo mejor y más pacifico sea posible.
Sor Carmen Herrero Martínez
 




[1]. Benedicto XVI, su primera en la encíclica,Dios es amor”, nº 1.
[2] Saben que en la espiritualidad mariana se insiste mucho en el Fiat de María, en María como “la Virgen del fiat”. Sin embargo, actualmente, los mariólogos más bien optan por el “Sí” de María, por el “Amén”, por el “hágase en mí”. ¿Por qué este cambio? Porque María no hablaba latín, entonces, no pudo pronunciar esta palabra: Fiat. Esta palabra se le ha atribuido muchos siglos después. Por este motivo no les sorprenda que no les hable del fiat de María, sino del de María, del amén; porque expresan con más fuerza el consentimiento de María ante la Anunciación del Ángel, y además son palabras más cercanas a las que ella misma pudo pronunciar desde su propio idioma: el arameo.
 



sábado, 15 de octubre de 2016

DEJATE AMAR, TAL COMO TU ERES








SANTA ISABEL DE LA TRINIDAD. CARMELITA DESCALZA, DEL CARMELO DE DIJON, FRANCIA.
CANONIZADA EL 16/10/2016 EN ROMA

 “Déjate amar, él te ama así, es decir, tal como tú eres.

No temas, confía, pues nada se antepone al amor de Dios para contigo,

ni tus propios pecados”[1].

 “Déjate amar tal como tú eres” Son palabras de sor Isabel de la Trinidad escritas a su priora, Madre Germana, poco tiempo antes de morir, palabras que muy bien las podemos hacer nuestras.

 Estas palabras de sor Isabel responden a un estado interior frecuente de Madre Germana, que siendo una excelente religiosa, de profunda vida interior, estaba obsesionada con la idea de que había sido infiel a su vocación, por no responder con fidelidad a la llamada de Dios. Sor Isabel, que la conocía muy bien y la quería entrañablemente, cuando ya estaba en la enfermería, casi en el lecho de su muerte, tuvo esta inspiración. "Dios no te pide que le ames más que estos, sino que te dejes amar más que estos, así tal como tú eres.” Y bajo esta inspiración le escribirá el pequeño tratado espiritual “Déjate amar”, que Madre Germana deberá leer después de la muerte de sor Isabel. Madre Germana, guardo en el silencio de su corazón este escrito de su querida hija espiritual, como un precioso tesoro. Podemos imaginarnos las veces que lo leería y releería. ¡Qué consolación tan entrañable para ella! Este pequeño tratado es de una riqueza inmensa, en él me he inspirado para escribir esta reflexión, después de haberlo meditado y orado muchas veces en el transcurso de mi vida. Este mensaje de Isabel es válido para todos sea cual sea el estado de vida[2].

 
Dios te ama. Esta es una afirmación de nuestra fe. Dios te ama así, tal como tú eres, desde siempre y para siempre. “Con amor eterno te amé” (Jr 31,3). La criatura puede cambiar de actitud frente a Dios, o incluso ignorarlo y hasta rechazarlo y negarlo; pero Dios nunca cambia frente a ella ni deja de amarle aunque ella se aleje de Él y le sea infiel. “Dios es amor”, dice san Juan (1 Jn 4,8), y si dejará de amar, dejaría de existir; de alguna manera se destruiría a sí mismo, y esto en Dios no es posible.

 
 Dios te ama y ama tu pequeñez, pues Él te ama por ti mismo, no por lo que tienes ni por lo que haces; y mucho menos, por lo que representas. La medida, del tener, del hacer y del representar, a Dios no le sirve para nada; pues eso son valoraciones mundanas que únicamente sirven para desarrollar la mentira y desfigurar la careta con la que nos solemos pasear los humanos. Dios te ama sólo y únicamente por lo que tú eres y representas para Él: su hijo, su hija amado/a. De este amor filial nace tu verdadera grandeza divina y humana, tu plenitud, de ser creado y salvado en Cristo. Desde tu pequeñez, tal como tú eres, acoge con gozo el gran amor que Dios te tiene, pues “Dios te amó el primero” (1 Jn 4,10). Y el profeta Isaías dice: “No temas, yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío, tú eres precioso a mis ojos y yo te amo.” “¿Acaso olvida una madre al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella llegase a olvidarlo, yo no te olvidaré. Mira, en las palmas de mis manos te tengo tatuada” (Is 43, 1-4; 15-16).

 
Déjate amar, no temas, confía. Ten la certeza de que Dios te ama con amor infinito, nada puede impedirle amarte, ni tus alejamientos ni tus imperfecciones, ni siquiera tus propios pecados distancian el amor de Dios para contigo. ¡Él siempre te ama! El amor de Dios es mucho más grande que el pecado del hombre, porque Dios es amor, perdón, ternura y misericordia. “Dios, que es rico en misericordia y nos tiene un inmenso amor; aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos volvió a la vida junto con Cristo. ¡“Por pura gracia habéis sido salvados”! (Ef 2,4). El amor de Dios te purifica y borra tus imperfecciones y pecados; el fuego de su amor te recrea, unifica y embellece. Su amor infinito purifica y santifica todo aquello que en ti es imperfecto. Sea cual sea tu situación y tu estado interior, ten la certeza y la confianza de que Dios está a tu lado; más cerca de ti, que tú mismo. Ten la seguridad de que el amor de Dios te transforma, santifica y cristifica; tú solamente tienes que abrirle tu corazón y acoger su amor con sencillez y gratitud. Déjate abrazar, envolver por la ternura de Dios “Mira que estoy a la puerta y llamo, si alguien me abre entraré y comeremos juntos” (Ap 3,21). Ten la certeza de que Dios quiere entablan una relación de amor contigo. Si llegas a comprender esta realidad, tu vida cambiará, y habrás encontrado el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios, y Dios habita en ti. Aviva, pues, en ti la conciencia de que eres templo, sagrario, icono del Dios vivo y vive constantemente en su Presencia, en esa actitud de acogida y entrega: en el Hogar trinitario donde siempre debes permanecer.

 
Ten fe y confianza en su amor. Vive en un total abandono, tu vida está entre sus manos y Él nunca te abandonará. Si te sientes pequeño/a, incapaz de amar, incluso si llegas a sentir la impotencia de no poder acoger el amor que Dios te tiene, confía, adora y espera. Fija tu mirada en Jesucristo crucificado que ha dado la vida por ti, muriendo en una cruz, y pídele con fe y sencillez de niño que te enseñe a acoger el amor y la ternura de Dios Padre que ha entregado a su Hijo por tu salvación.

 
 Realiza todo con Jesús y desde Él. Dios realizará en ti, mediante su amor, su obra de perfección, de santidad. No te empeñes en hacer, deja, simplemente, que Él haga su obra en ti. El santo no es aquel que hace muchas cosas por Dios, sino aquel que acoge la acción del Espíritu Santo en su vida y se deja “hacer”, santificar por su acción divina. En la vida espiritual es necesaria una cierta “in-acción” para darle toda la primacía a la acción y fecundante del Espíritu Santo. Todo lo que tienes que hacer, por tu parte, es acogerle y dejarle hacer, renunciando a los proyectos personales, para que Dios pueda realizar su proyecto en ti. Entrégate con docilidad y sencillez a la acción creadora que, en cada instante de tu vida, Dios quiere realizar en ti. Déjate modelar por el Divino Alfarero para que Él haga la vasija que más le agrade y no pretendas imponerle aquella con la que tú soñabas ser. El Divino artista no puede realizar más que bellezas divinas, para ello solamente necesita que la materia se deje modelar a lo divino. Dios, siendo la Belleza suprema, realiza obras que reflejan la belleza de su Bondad y de su Amor.

 
No tengas miedo de abandonarte al Amor. Abandónate en los brazos cariñosos del Padre que te ama hasta el extremo de enviar a su Hijo para salvarte y unirte a Él.          “En esto hemos conocido lo que es el amor: en que Él ha dado su vida por nosotros”  (1 Jn 3,6). Y San Pablo dirá: “Vivo creyendo en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Dios desde el principio de la creación ha querido infundir en su creatura su amor y su grandeza, “haciéndole partícipe de su naturaleza divina”         
(2 Pd 1,4). “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza, y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios los creó; hombre y mujer, los creó” (Gen 1,26-27). Sabiendo que el hombre, la mujer, han sido creados a imagen de Dios, tú hallarás la plenitud en la medida que orientes toda tu vida en este doble movimiento de: de acogida y entrega. Acoge el amor que Dios te tiene, y ámale con todo tu ser, como respuesta a su gran amor. Mediante este doble movimiento de acogida y respuesta te irás identificando con Cristo y, desde esta identificación, serás, con Él, en Él y por Él, acción de gracias y alabanza del Padre: la vocación por excelencia del cristiano y la que vivió sor Isabel: “ser alabanza del Padre”.

 
 Por tu parte, tú no puedes amar ni responder a tu vocación si antes no descubres que eres amado/a por ese Dios a quien tú llamas: Padre. De ahí, la necesidad de creer y acoger, con toda tu alma, el amor que Dios te tiene; pero no como algo que sabes, como pura formula, de una manera intelectual, sino desde la experiencia del corazón y de la intimidad vivida con Él. Si tú llegas a vivir en su amor, Él será el único cimiento de tu existencia, el cual te dará profundidad y altura, madurez y sabiduría; siendo como una roca firme, bien asentada que los vientos no pueden tambalearla en el combate de la fe y de la vida, y tú serás en el corazón del mundo, un vivo testimonio del amor del Padre para tus hermanos. De un tal testimonio, nuestro mundo está profundamente necesitado.

 
 Kiko Argüello decía a los jóvenes con ocasión del jubileo del año 2000: “El verdadero pecado del hombre es pensar que Dios no le ama.” Y la Madre Teresa de Calcuta, en esta misma ocasión insistía: “Cada uno de nosotros tiene que gritar que Dios le ama.” La certeza de que Dios te ama tiene que orientar y alentar tu vida cristiana a vivirla con gozo y esperanza.

 
Todos los conflictos, tanto a nivel personal, como de grupos, comunidades, familias y naciones; suelen venir de la falta de amor y dialogo de unos con otros, es decir, del individualismo, convertido en el “yo” egoísta, que se antepone al “nosotros”, al bien común, al respeto y al amor; llevando a la ruptura, a las guerras y hasta a la muerte. Basta contemplar las noticias de estos últimos tiempos para ver la violencia que reina en el mundo y en el corazón de los humanos, por la falta de amor.

  El ser humano cuando deja de amar, de alguna manera deja de existir, porque se desequilibra y se destruye a sí mismo; ya que no vive el fin para el cual ha sido creado: amar a Dios, amarse a sí mismo y amar a sus semejantes desde el amor que ha recibido del mismo Dios. Las tres tareas principales de toda existencia. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado” (Rm 5,5). Por esto el ser humano no puede amar en verdad, si antes no acoge el amor que Dios a “sembrado” en su corazón. Tomar conciencia de esta realidad e esencial. De aquí nace la necesidad imperiosa de descubrir y acoger el amor de Dios en tu vida; para que desde él ames en verdad y seas testigo de su amor, en medio del mundo tan hambriento de amor. En nuestros días, la misión no es el discurso ni la predicación, porque la gente no cree en eso. Incluso ya no cree ni en las grandes Obras sociales. El gran medio de la misión y de la evangelización es el testimonio de quienes tienen la experiencia de Dios y la transmiten con su vida y su ejemplo. Son evangelizadoras aquellas personas que dejan sentir la presencia de Dios en sus vidas, y transmiten lo que Él puede hacer en nuestras vidas, cuando le dejamos abierta la puerta de nuestro corazón, cuando acogemos su gracia, su amor.

 
Nuestra sociedad, está necesitada de hombres y mujeres que vivan la experiencia del amor, que de verdad se sientan amados para que, a su vez, sean testigos convencidos del amor de Dios para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, tan necesitados como están de sentirse amados, arropados y comprendidos. Hemos sido creados para amar y ser amados, ahí radica nuestra felicidad y plenitud humana y divina. Muchos de los dramas que se dan en la vida personal y social, vienen de la herida que la persona vive de no sentirse amada, de no contar para nadie. ¡Esto es muy triste! Y, a la vez, un hecho muy real. Y cuando la persona vive la herida del no amor, puede tener reacciones inesperadas y hasta dramáticas. “La enfermedad más grave de nuestro tiempo es la de no ser nadie para nadie” (Madre Teresa de Calcuta). ¿No será esta la causa de tanta agresividad y violencia de nuestra sociedad? Pasar la vida desapercibido/a, ignorado/a. Des este anonimato, en el que viven la mayoría de las personas, nacen las agresividades, los conflictos, los problemas, como reacción al grito desesperado de la falta de amor y de reconocimiento.

   Necesitas acoger y contemplar el amor de Dios Padre, para poder ser testigo y amar a los hermanos con esta mirada amorosa con la que cada uno somos amados por Dios. Para amarnos como hermanos, primero tenemos que descubrir la filiación común, la filiación divina, pues todos somos hijos de un mismo Padre, y partiendo de esta filiación es como nacerá, sin demasiado esfuerzo, la hermandad y la fraternidad; porque su raíz y fuerza están en el seno de la Trinidad y no en nosotros mismos. Pero para ello hemos de descubrir este manantial y beber de él. Dios es relación, comunión, y el hombre ha sido creado para la relación, la fraternidad y la comunión; primero para esa relación íntima con Dios, y desde Él para la relación fraterna y de amistad con los hermanos. Hemos de tomar conciencia de esta realidad y dejar que el amor recibido brote de nosotros mismos, no le pongamos ninguna “traba”; al contrario dejémosle “brotar” como brota el agua de la fuente, con pureza, fuerza y frescura. De esta manera respondemos al plan de Dios: que todos nos amemos como Él nos ama, y así seremos felices y haremos felices a los demás y una sociedad distinta será posible. “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34).

 Acoge con todo tu ser el amor que Dios te tiene. Permanece siempre anclado en esta certeza, la única capaz de dar sentido, esperanza y gozo a tu vida. “Su amor nunca se alejará de ti, Él nunca romperá su alianza de paz contigo” (Is 54,10). Si llegas a tener la certeza de que Dios te ama con un amor infinito, jamás vacilarás ni caerás en tu sendero, su Amor será tu cayado y baluarte; tu roca firme en la adversidad. El saberse amado por el Señor no quiere decir no tener problemas en la vida y que todo es fácil; no, sino que la certeza de sentirte amado te lleva a vivir la vida desde otra dimensión, porque ya no vives solo, sino habitado por el Amor trinitario. Dice la beata sor Isabel: “La Trinidad, he ahí la casa paterna de donde nunca debemos salir”.

“El Señor es mi Pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar;

aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,

porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan”.

(Sal 22).
Sor Carmen Herrero Martínez


[1] “Déjate amar tal como tú eres”, son palabras de sor Isabel de la Trinidad escritas a su Priora, Madre Germana, poco tiempo antes de morir, palabras que muy bien podemos hacerlas nuestras.
Estas palabras de sor Isabel responden a un estado interior frecuente de la Madre Germana, que siendo una excelente religiosa, de profunda vida interior, estaba obsesionada con la idea de que no era fiel a su vocación por no responder con fidelidad a la llamada de Dios. Sor Isabel, que la conocía muy bien y la quería entrañablemente, en sus últimos días tuvo esta inspiración y le escribió: "Dios no te pide que le ames más que estos, sino que te dejes amar más que estos, así tal como tú eres” Bajo esta inspiración le escribirá el pequeño tratado espiritual: "Déjate amar", que Madre Germana deberá leer después de la muerte de sor Isabel de la Trinidad ante su féretro.
Este pequeño tratado es de una riqueza inmensa, en él me he inspirado para escribir estas páginas, siguiendo Las Obras Completas “Traités Spirituels”, Padre Conrad de Meester C.D, I. Tom. P. 193-199.
Una breve presentación de Sor Isabel de la Trinidad para aquellas personas que no la conocen: La Beata Sor Isabel, es una Carmelita Descalza que entra en el Carmelo de Dijon-Francia, a los veintiún años y muere a los veintiséis, cinco años más tarde, habiendo llegado a la cumbre de la vida mística. El Papa Juan Pablo II la beatificó el 25 de noviembre de 1984. Y el papa Francisco la canonizó el domingo 16  de octubre 2016.
Su vocación profunda es: “Ser acción de gracias y alabanza del Padre.” Vivió profundamente el misterio trinitario: mis Tres, como ella suele nombra a la Santísima Trinidad. Poco antes de morir dijo: “Mi misión en el cielo consistirá en atraer a las almas, ayudándolas a salir de sí mismas para unirse con Dios mediante un ejercicio sumamente sencillo y amoroso, y en mantenerlas en ese gran silencio interior que le permite imprimirse en ellas y transformarlas en Él”.
 
[2]. Las citas he siguiendo Las Obras Completas “Traités Spirituels”, del Padre Conrad de Meester C.D, I. Tom. P. 193-199.