“Tomar un nuevo
vuelo de libertad”
Desde siempre tuve miedo al mar, su grandeza y majestad
me intimidan; para mí el mar resultaba algo tan grandioso como infranqueable.
Ante su inmensidad me sentía tan pequeña e impotente, que me refugiaba en el
miedo y temor. Desde siempre he preferido la montaña, pues la montaña la
encuentro más “abordable” para mí; me da más seguridad y confianza. Ante el mar
me pasa como a Pedro: tengo miedo de hundirme, de caer en el vacío. El vacío,
siempre ha sido para mí una sensación de pánico, difícil de explicar. El vacío
y la nada van juntos, y esto, me horroriza. ¡Misteriosa realidad! ¡Sólo de
pensarlo me entra vértigo! Esta nada y vacio, nada tiene que ver con “las
Nadas” de San Juan de la Cruz que, justamente, es un vaciarse de todo aquello
que llena el espacio de nuestro ser, para dejarlo más “limpio”, más “puro” “sin
nada”, con el fin de que sea Dios, y sólo Dios, quien lo llene; y de esta
manera vivamos de su plenitud, de su Presencia. Entonces ya no hay vacio, pues
Su Presencia llena plenamente la capacidad de la creatura.
Este tiempo, viviendo a la orilla del mar, en mí se ha
cambiado el miedo y temor en la admiración de su grandeza, en la contemplación
de su belleza, esa belleza que recibe de su Creador. Para adentrarme mar
adentro, he tenido que pasar muchas horas contemplando su inmensidad, pasearme
junto a él y sentir la brisa suave de sus olas impregnadas de fragancia
frescura y suavidad; para que en mí se realizase esta transformación y cesase
el miedo y termo. El hecho de vivir cierto tiempo a orillas del mar ha hecho
que se diese ese cambio, aunque para mí, la montaña sigue teniendo su
prioridad.
Cuando escribo estas líneas me encuentro junto al mar, en
la puerta de la ermita de san Roque, Garachico, Tenerife. Hace un día
maravilloso, primaveral y no me he resistido a la “tentación” de dejar mi
ordenador, es decir, mi trabajo, para concederme el “regalo” de estar cerca,
mirar, contemplar y admirar el gran espectáculo que resulta la alta marea, ¡algo
extraordinario! Me entusiasma contemplar esos cambios que a lo largo del día
pueden realizarse en el mar.
Contemplo las diferentes tonalidades de azul tan
distintas, las cuales se fusionan y se unen en el lejano horizonte, allá a lo
lejos, dando la impresión de fundirse en el azul celeste del cielo, con sus
nubes lejanas como relieve de esas diversas tonalidades que se difunden en una
mismo lienzo, resultando como un maravilloso encaje tejido por las manos más
finas y delicadas de su Pintor.
El mar está bravo, las olas alcanzan hasta la orilla y
acarician todo mi ser. Sensación inexplicable, en este maravilloso marco de
belleza a la que se unen las sencillas palomas y elegantes gaviotas para
acompañarme y romper mi soledad. Unas están entretenidas picoteando en las
orillas y arrastrándose entre las arenas, otras en cambio, se elevan de la
arena de una manera decidida, de terminada y elegante para escalar las alturas
y así lograr la libertad.
La vida en el muelle, en las orillas, es demasiado
monótona y vulgar, para aquellas gaviotas que se sienten llamadas a volar alto,
para aquellas que buscan horizontes de libertad, plenitud e inmensidad. Por
eso, ciertas gaviotas se arriesgan a volar alto, kilómetros y kilómetros, a lo
largo y ancho del océano, aunque no sepan con certeza el riesgo que ello supone
ni donde un día podrán aterrizar. Poco importa el riego, el cansancio, las
contorsiones de sus alas y de su ser entero. Lo que importa es emprender un
nuevo vuelo, experimentar un halo de libertad que les lleve al encuentro con la
Roca que es Cristo, y en ella poder descansar.
Por supuesto que me siento plenamente identificada con
estas gaviotas que han emprendido el vuelo. Yo también tengo ansias de
libertad, de altura, de horizonte que me lleve a la plenitud, a la inmensidad,
la cual, una no sabe si está en las alturas o en las profundidades o, tal vez,
en las dos, porque Dios está en todas la partes, también en el muelle, junto
aquellas gaviotas que nunca lograrán vuelos de libertad.
Lo que cambia es el destino de cada gaviota, porque para
cada una es distinto; pues mientras a unas les basta y se conforman con
quedarse en el muelle, entretenidas en comer “las migajas que caen de la mesa”,
pasando así las horas y los días de manera monótona y sin mayor interés ni
aliciente; las otras, en cambio, prefieren arriesgarse y emprender un nuevo
vuelo, el vuelo de la “aventura”, pese al riesgo que él supone. En efecto, el
vuelo las aleja del muelle, sin tener la certeza de adónde el “viento” las
puede llevar. Poco importa, lo importante es arriesgarse a emprender el vuelo,
un nuevo camino, con la certeza de que todo camino lleva a un término. Quien no
se arriesga nunca hace camino y como dice nuestro poeta: “caminante no hay
camino, se hace camino al andar”.
Ahora bien, ese camino se hace en tierra, pero cuando se camina entre el mar y
el cielo, ¿qué camino hacer? ¿Qué huellas seguir? ¡Pobres gaviotas! Extenuadas
del camino, con sus alas heridas por el viento, y su cuerpo maltratado por las
lluvias torrenciales y el sol radiante ¿cómo seguir volando? La sola y única
seguridad la tienen en aquella gaviota que las guía con sabiduría e
inteligencia y en la que han puesto toda su confianza, esa gaviota se llama:
Espíritu Santo. Con él están seguras de llegar al buen puerto, al puerto donde
podrán saciarse de aquello que fueron a buscar: horizontes de libertad,
amistad, belleza, inmensidad, amor, plenitud, en definitiva eternidad: Dios,
pues, el termino de todo camino es El, el hogar, la casa paterna y materna que
nos espera para acogernos con inmenso amor y ternura al atardecer de nuestro
vuelo.
Ante tal certeza, ¿qué puede importar el riesgo? ¿Por qué
temer a las heridas de nuestras alas hechas añicos por la lucha y el desgaste
del camino, si al final de la meta nos aguarda ese hogar cálido y acogedor,
donde podremos descansar de todos nuestra fatigas y gozar de la visión y la
unión plena de Aquel por el cual hemos emprendido el vuelo, desde la esperanza
y el amor gozoso del encuentro?
Vivir en “las alturas” da otro horizonte, la vida se ve y
se vive de muy distinta manera, con más profundidad y, a la vez, con un cierto
relativismo pues, se va a lo esencial.
Desde las alturas la perspectiva de las cosas y acontecimientos cambia, y de
alguna manera ya se goza de la nueva ciudad que nos espera: la Ciudad Santa,
(cf. Apocalipsis, 21,1ss), la Jerusalén celeste, toda bella y armoniosa, con
sus preciosas piedras cristalinas, sus lámparas de zafiro, y en medio del trono
se encuentra el Cordero, Amor del alma, Aquel por quien las gaviotas
emprendieron el vuelo.
Es evidente que la meta de las gaviotas está en
encontrarse con el Amado, aunque para ello tengan que pasar por todas las
inclemencias y adversidades “meteorológicas” del tiempo, de la noche, para
llegar al alba del encuentro feliz.
Volar alto no significa desentenderse de la vida concreta
que nos toca vivir, no, todo lo contrario; volar alto significa vivir la vida
desde otra dimensión, dándole otra profundidad y altura. Volar alto significa
alcanzar la libertad de los hijos de Dios, vivir las exigencias evangélicas y,
de alguna manera, ayudar a otras “gaviotas” a que también emprenda el vuelo de
la libertad, del amor, de la entrega y de la felicidad.
Quisiera ser como esas gaviotas que se arriesgan a
emprender el vuelo de la libertad, de la inmensidad que les espera. ¡Poco se
avanza quedándose en el muelle! Únicamente emprendiendo el vuelo es como se
puede alcanzar las alturas, vencer la mediocridad, la superficialidad, la
rutina del muelle y lograr meta de santidad, de plenitud. Esa plenitud que, de
alguna manera, nos hace gustar, ya en el tiempo, los majares exquisitos que nos
aguardan en el banquete de las bodas del Cordero; pero para ello no nos
conformemos con pasarnos la vida en el mulle, emprendamos el arriesgado y
gozoso vuelo de la Libertad.
CUANDO LA GABIOTA TIENEN EL
IMPULSO DE VOLAR A LAS ALTURAS,
IMPOSIBLE DE RASTREARSE POR EL
MUELLE.
Carmen Herrero Martínez
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