CUARESMA: TIEMPO DE RECONCILIACIÓN
El miércoles, 26, con el rito de la imposición de ceniza, comenzamos una
nueva Cuaresma. Tiempo de gracia y de reconciliación. Tiempo de misericordia
por parte del Padre bueno que constantemente invita a sus hijos al Banquete pascual.
Pues, Cuaresma es un caminar con alegría y jubilo hacia la Pascua: la
resurrección de Cristo y nuestra propia resurrección. “La Pascua
de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo
siempre es actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en
tantas personas que sufren”[1].
El mensaje de Cuaresma del
papa Francisco de este año, 2020, lleva como título: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Co
5,20). El cristiano está llamado a volver a
Dios constantemente «de todo corazón» (Jl 2,12
Pero, ¿cómo conducirse por este camino de reconciliación con Dios, con
nosotros mismo y con los demás? Y, ¿qué medios tomar para este camino de 40
días y poder vivir, en profundidad, esta reconciliación evangélica?
Hemos de comenzar por conducirnos con dignidad, la dignidad que nos
viene de ser lo que somos: hijos e hijas de Dios, amados del Padre desde toda
la eternidad y salvados en su Hijo Jesucristo. Desde esta certeza y convicción
caminaremos con gozo, y los obstáculos y dificultades que se antepongan a
nuestra reconciliación serán más fáciles de superar; porque no caminos solos,
sino de la mano de aquel que es nuestro Reconciliador: Jesús. En él pongo toda
mi esperanza, porque él es mi fortaleza, mi cayado firme que me lleva a caminar
con paso ligero y seguro por el camino de la conversión, de la evangelización
de mi propio corazón; siempre mirando hacia adelante, sin volver la mirada atrás,
apoyando mis pasos sobre sus pasos para seguirle. “Tu sígueme” (Jn 21,22).
¿Qué valores quiero vivir, durante este tiempo cuaresmal que me ayuden
en este proceso de reconciliación? Indico algún de ellos, entre otros muchos
que podríamos practicar como ayuda a la reconciliación. Teniendo presente que la
reconciliación es tarea de toda la vida. Para el cristiano, la renovación tiene
que ser contante, pues no se limita a un periodo tan solo de cuarenta días.
Sobriedad. La primera condición es que mi mochila tiene que estar muy ligera de
peso para que no sea un obstáculo para mi camino cuaresmal. Entonces, mi
primera disposición, es la sobriedad.
¿De qué sobriedad hablamos? De una sobriedad que te unifica; porque la
reconciliación es hacer la unidad en sí mismos. Unir todas las rupturas que se
dan en mi interior. Sobriedad en tus deseos, pensamientos, sueños y fantasías.
La sobriedad te lleva a volver a lo esencial, a tu propia realidad concreta, y
esta realidad pasa por la conversión, por la reconciliación contigo mismo, con
Dios y con los hermanos; incluso con tu historia y tu pasado. Déjate convertir
y evangelizar las zonas más profundas de tu corazón; es decir, deja que la
gracia de Cuaresma entre en ti y te reconstruya desde el interior, desde lo más
profundo de tu ser. Seguro que, si logras hacer esta experiencia, tu caminar
será más ligero y rápido, tu alegría mayor, y tu esperanza infinita.
La sobriedad te lleva a la
verdad. Vivir en verdad, hacer la verdad en tu vida. “La verdad os harás libres” (Jn 8,32). Y, ¿qué es la verdad? La
verdad es Cristo, y conocerle te lleva a hacer la verdad en tu vida, pues no
podemos conocer a Cristo y vivir en la mentira, en el pecado, en el desorden; en
la esclavitud de tantos ídolos como nos acechan y nos rompen. La sobriedad te
llevará a la sensatez, al buen discernimiento, a no seguir dioses extraños.
A la sobriedad le a acompañan el desierto, la oración, el ayuno, el
compartir.
Desierto. Vivir el desierto como una necesidad para estar asolas con Aquel que
sabemos nos ama y quiere entablar una relación de amor conmigo: “La llevaré al desierto y le hablaré al
corazón” (Oseas 2,4). Retirarse al desierto como necesidad de escucha amorosa
y de estar a solas con Dios, pero no tanto como un lugar geográfico, sino como el
lugar interior, el lugar de la interioridad más profunda de mi propio yo.
Descubrir la mística del desierto, no quedarse solamente en la austeridad que
él conlleva, sino vivir la mística que el desierto encierra: encuentro amoroso
con el misterio trinitario. El desierto, ante todo, tiene que llevarte a un
mayor conocimiento de Jesucristo, a rechazar con energía todo cuanto se
anteponga al amor de Jesús y a tu propia libertad. El desierto tiene la virtud
de unificar la persona, porque es el lugar en el que realmente te encuentras
contigo mismo, cara a cara con tu Creador. Es en ese cara a cara que se va haciendo
la verdad en tu vida, y la verdad unifica. Dios no quiere corazones partidos, es
decir divididos. Todos, aunque sea inconsciente, deseamos la unidad del ser,
porque es uno de los valores esenciales para ser felices.
Oración: La oración es el fruto del desierto, “acostumbrarse a soledad es gran
cosa para la oración” dirá Teresa de Jesús. El desierto nos conduce a la
soledad, a la escucha, y la escucha al amor; y el fruto del amor es la oración
que transforma y une con Cristo y con los hermanos en humanidad. La oración que
le agrada al Señor, es la oración de un corazón sosegado, acallado, unificado;
abierto a acoger su Presencia y a
vivir en su intimidad. No todos podemos retirarnos al desierto como lugar
geográfico; pero sí que podemos retirarnos, y debemos retirarnos, al desierto
de nuestro propio interior. Pues el desierto no es la ausencia de las personas,
sino la presencia de Dios. Y orar es vivir en su Presencia. El papa Francisco en su
mensaje de Cuaresma insiste en la oración: “La
oración es muy importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra
la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos
sostiene. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente
cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a
tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a
su voluntad”[2]. La voluntad del Padre es
que volvamos de todo corazón a la casa del Padre. “Les daré
un corazón para que me conozcan, porque yo soy el Señor; y ellos serán mi
pueblo y yo seré su Dios, pues volverán a mí de todo corazón”
(Jeremías, 24,7). El conocer bíblico, quiere decir amar. Dios nos ha dado un corazón
para que el amemos. ¡Qué maravilla!
Ayuno. El ayuno es esencial en el
seguimiento de Jesús, y también para vivir una relación, justa y armoniosa
entre mi yo y los alimentos. Por esos no debo dejarme poseer por ellos ni
tampoco quererlos poseer. La justa relación con las cosas y con los alimentos, consiste en
reconocer con gratitud su valor, su necesidad y, como dice san Ignacio de Loyola: “las
cosas se usan tanto en cuanto me ayudan al fin perseguido”. El saber privarse,
sentir la necesidad y hasta el hambre material, nos lleva a la libertad y a
valorar las cosas que Dios ha creado para nuestro sustento; y también a pensar
en tantos hermanos nuestros como carecen de lo más esencial, en parte, por el
mal uso que hacemos de los recursos y frutos de la naturaleza; del
acaparamiento y la posesión desmesurada de unos pocos. Ahí tendría que ir
orientado nuestro ayuno: a ser solidarios con tantas personas como no tienen lo
necesario para alimentarse correctamente. En nuestros días el ayuno significa
compartir. La privación en sentido de compartir tiene un valor mucho más
evangélico que la privación únicamente por ascesis. Pon en un sobre tus ahorros
y comparte… Tu corazón se llenará de alegría, y la alegría es superior a la
ascesis, además alegrarás el corazón de tu hermano necesitado y el corazón del
Padre, porque ve en ti el amor a tus hermanos, sus hijos. “Que os améis los unos a los otros como yo os he amados” (Jn
13,34).
Y siendo muy importante esta orientación del ayuno material, él debe de
conducirnos todavía mucho más lejos, a ese otro ayuno del yo que es el que realmente nos quita la libertad, nos
esclaviza y nos impide ver al hermano como un don, como una riqueza desde la
diferencia. Esto es lo que no supo vivir el rico de la parábola de Lazado (Lc
16, 19-31). Su pecado no está en que era rico, sino en que ignoró a su hermano
pobre y necesitado. El rico, teniendo mucho, ignoraba a los demás, no supo
vivir la fraternidad ni el compartir. Vivía al margen de Dios y al margen de
los demás; muy centrado en su yo y, como consecuencia, no reconoció a su
hermano hambriento y desnudo. El ayuno de mi yo me lleva a reconocer el tú de mi hermano, para juntos caminamos más gozosos hacia la
Pascua.
Compartir. El compartir nos lleva a la
generosidad, al despojo, a la pobreza evangélica; y, sobre todo, a tener en
cuenta al hermano más necesitado. Quien sabe compartir nunca se empobrece,
antes bien, se enriquece infinitamente. La Sagrada Escritura nos lo certifica;
pero también la vida misma. “El que siembra
escasamente, escasamente cosechará; y el que siembra abundantemente,
abundantemente cosechará. Cada uno dé según el dictamen de su corazón,
no de mala gana ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9,6-7). El dar
conlleva en sí mismo, una gran alegría; y más todavía cuando este dar implica
desprendimiento y entrega en bien de los más necesitados. Dice el papa
Francisco: “Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y
mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más
necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la
construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más
humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que
se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá,
considerando las dimensiones estructurales de la economía”[3].
En nuestros días todo está al servicio de la economía, cuando tiene que ser al
contrario: la economía puesta al servicio de los hombres, al crecimiento y bien
de la humanidad.
La Cuaresma tiene que
ayudarnos, a nosotros, los cristianos, a identificarnos cada vez más con
Cristo, y a partir de esta identificación podremos vivir con él la muerte y
resurrección que nos conduce a la Pascua, el Misterio central de nuestra fe.
Sor Carmen Herrero