lunes, 13 de marzo de 2023

 

                   “VÉ A LAVARTE A LA PISCINA DE SILOÉ”[1]

 

El evangelio de Juan (9,1-14), habla de la curación del ciego de nacimiento. En aquel tiempo se creía que la enfermedad era consecuencia del pecado, un castigo de Dios. Por eso los discípulos le pregunta a Jesús: “Maestro, ¿Quién peco, él o sus padres, para que naciese ciego? Jesús les contesto: “Ni peco él ni sus padres”. La ceguera física no es causa del pecado, ni ninguna otra enfermedad. Y esto lo tenemos que creer con firmeza, porque todavía se oye decir: “pero, ¿Qué he hecho para que el Señor me castigue con esta enfermedad”? No, el Señor no nos envía las enfermedades para castigarnos, la enfermedad no viene de Dios.  El amor del Padre hacia sus hijos es tan grande que los castigos son incompatibles con el amor, Dios es Amor. Si no pensamos así quiere decir que no hemos comprendido el amor del Padre ni el sentido de la filiación divina, ni tampoco tenemos una imagen real de Dios. Es muy importante preguntarnos: ¿Qué imagen tengo de Dios?

 

Hemos de decir que  en el alma puede  darse una ceguera que ella sí que es fruto de nuestros pecados. “Jesús es la Luz del mundo, él es el resplandor del Padre” (Hb 1,3). Y él ha venido para esclarecer las tinieblas que nos impiden vivir en la verdad del evangelio, en la luz de Dios. La curación del ciego de nacimiento es un hecho, a través del cual Jesús manifiesta la gloria de Dios, su poder. Jesús ha venido a librarnos de la ceguera del pecado - la mayor enfermedad y tiniebla de la humanidad-, a traernos la luz que ilumina los ojos de nuestro corazón y de nuestra conciencia, y además nos salva.

 

Ante el milagro que Jesús realiza al darle la vista al ciego de nacimiento vemos la postura de los fariseos. Una actitud cerrada al hecho evidente que están viendo, porque ellos se creen poseedores de la verdad absoluta y no creen en el poder de Jesús. Por eso Jesús les dice: “si estuviereis ciegos, no tendrías pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste”. La postura de los fariseos también puede ser la nuestra: vamos a misa los domingos, practicamos ciertas oraciones y hacemos algunas obras de caridad, damos limosnas, y por ello creemos que vivimos en la verdad y en la luz. Todo esto, siendo bueno, no nos certifica que vivamos plenamente en la luz; pues lo importante no es hacer obras sino vivir en la luz divina, estar abiertos a las sorpresas de Dios, a la Palabra, al mensaje del evangelio que nos va iluminando, interpelando y llevando a la conversión constante; porque la conversión no es otra cosa que dejar las tinieblas del pecado para convertirnos a la luz del de Cristo, del evangelio, y esta conversión no consiste solamente en hacer, sino en ser.

 

El ciego de nacimiento recobró la vista física, pero, ante todo, recobro la luz de la fe, esta fe que le lleva a confesar que Jesús es un profeta, el Hijo del Hombre, ante quien se prosterna y luego le sigue. Unidos al ciego del evangelio confesemos que Jesús es PROFETA, LUZ del mundo que cura toda ceguera humana y espiritual. Esta tiene que ser nuestra fe: confesar que Jesús es el Hijo de Dios, el único que nos salva y que nos transmite la luz que viene del Padre. Estas verdades que las recitamos en el Credo, las tenemos que hacer vida, y no conformarnos únicamente con saberlas de memoria y recitarlas de carretillas en la eucaristía los domingos. De muy poco nos sirve recitarlas si luego no las profundizo y las llevamos a la vida, a nuestra relación con Dios y con los demás

 

Otra idea que podemos contemplar en este evangelio es la actitud de docilidad del ciego: él se deja hacer por Jesús. El ciego nada había pedido a Jesús, él estaba al borde del camino pidiendo limosna, y Jesús toma la iniciativa de curarle; “le untó los ojos con el barro que hizo”, pero el ciego se deja hacer sin poner la mínima resistencia, pues se abre plenamente a la gracia, a la acción de Dios en su vida, a la gran sorpresa de ver. “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Es una orden de Jesús a la que el ciego obedece con prontitud: “fue, se lavó, y volvió con vista”. ¡La gracia de la obediencia! Virtud tan poco valorada en nuestros días y, sin embargo, tan evangélica y necesaria en el camino de la fe y de la vida espiritual. El primer hombre, Adam tenía una visión radiante, luminosa, y de repente se encontró ciego interiormente al hacer caso a la serpiente y desobedecer la orden de Dios: la desobediencia a Dios le llevó a la ceguera. Al contrario, el ciego de nacimiento en el momento que obedeció la orden de Jesús renació a la luz.

 

Esta actitud del ciego debe ayudarnos a fiarnos de Dios y confiar en él. Porque Dios tiene su proyecto para cada uno de sus hijos; pero nosotros, con frecuencia, nos oponemos a su acción liberadora como se opusieron los fariseos, y Jesús no puede abrirnos los ojos para que veamos y contemplemos la Luz que es él mismo. Jesús miró al ciego desde el amor, porque él es amor. “El mirar de Dios es amor”. Jesús solamente piensa en rescatar al ciego de aquella vida de mendigo miserable, despreciado por todos como un pecador. Hoy también, nos sigue mirando a ti y a mí con amor y quiere sacarnos de nuestras cegueras y conducirnos a la Luz. Jesús quiere “rescatarnos” del poder del pecado, de las tinieblas y de la esclavitud, para llevarnos a la libertad de hijos, a la visión plena del Padre.

En este milagro del ciego se da un paralelismo con la creación. San Fulgencio dice: “Dios que creó el globo terrestre, ahora abrió los globos de los ojos del ciego… El alfarero que nos hizo (cf. Gn 6; Is 64,7) vio estos ojos vacíos; los tocó mezclando su saliva con tierra y aplicando este lodo, formó los ojos del ciego… El hombre está formado por arcilla, la pomada de lodo; la materia que primero había servido para formar los ojos luego los curó”[2].

 

La palabra de Dios la tenemos que hacer nuestra y actualizarla, no podemos recordar lo que Jesús hizo en su tiempo histórico y ver los acontecimientos como algo que a mí no me conciernen, como hechos del pasado. No, Jesús continúa su misión aquí y ahora, queriendo curarnos de todas las enfermedades que nos llevan a la ceguera del alma y del espíritu, oscureciendo nuestra conciencia, impedirnos vivir en la luz y la verdad. Este evangelio nos invita a dejarnos sanar por Jesús toda clase de ceguera. Creo que todos hemos vivido momentos de oscuridad y de tinieblas, y por ello sabemos la tristeza que ello supone.

 

En este tiempo de gracia, como es la Cuaresma, estamos llamados a salir de las tinieblas del pecado para caminar a la luz que nos lleva a la Pascua de Cristo y a nuestra propia pascua.

                                                                                                       Sor Carmen Herrero Martínez



[1] La piscina de Siloé es símbolo del bautismo, donde el género humano ciego por el pecado recobra la vista interior.

[2] Una homilía escrita en África del Norte siglo V-VI atribuida a San Fulgencio (467-532) PL 65, 880

 

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