El evangelio de Juan (9,1-14), habla de la curación del
ciego de nacimiento. En aquel tiempo se creía que la enfermedad era
consecuencia del pecado, un castigo de Dios. Por eso los discípulos le pregunta
a Jesús: “Maestro, ¿Quién peco, él o sus
padres, para que naciese ciego? Jesús les contesto: “Ni peco él ni sus padres”. La ceguera física no es causa del
pecado, ni ninguna otra enfermedad. Y esto lo tenemos que creer con firmeza,
porque todavía se oye decir: “pero, ¿Qué he hecho para que el Señor me castigue
con esta enfermedad”? No, el Señor no nos envía las enfermedades para
castigarnos, la enfermedad no viene de Dios.
El amor del Padre hacia sus hijos es tan grande que los castigos son
incompatibles con el amor, Dios es Amor. Si no pensamos así quiere decir que no
hemos comprendido el amor del Padre ni el sentido de la filiación divina, ni
tampoco tenemos una imagen real de Dios. Es muy importante preguntarnos: ¿Qué imagen tengo de Dios?
Hemos de decir que en el alma puede darse una ceguera que ella sí que es fruto de
nuestros pecados. “Jesús es la Luz del mundo, él es el resplandor del Padre” (Hb 1,3). Y él ha venido para esclarecer las tinieblas que
nos impiden vivir en la verdad del evangelio, en la luz de Dios. La curación
del ciego de nacimiento es un hecho, a través del cual Jesús manifiesta la
gloria de Dios, su poder. Jesús ha venido a librarnos de la ceguera del pecado
- la mayor enfermedad y tiniebla de la humanidad-, a traernos la luz que
ilumina los ojos de nuestro corazón y de nuestra conciencia, y además nos
salva.
Ante el milagro que Jesús realiza al darle la vista al
ciego de nacimiento vemos la postura de los fariseos. Una actitud cerrada al
hecho evidente que están viendo, porque ellos se creen poseedores de la verdad
absoluta y no creen en el poder de Jesús. Por eso Jesús les dice: “si estuviereis ciegos, no tendrías pecado,
pero como decís que veis, vuestro pecado persiste”. La postura de los
fariseos también puede ser la nuestra: vamos a misa los domingos, practicamos
ciertas oraciones y hacemos algunas obras de caridad, damos limosnas, y por
ello creemos que vivimos en la verdad y en la luz. Todo esto, siendo bueno, no
nos certifica que vivamos plenamente en la luz; pues lo importante no es
hacer obras sino vivir en la luz divina, estar abiertos a las sorpresas de
Dios, a la Palabra, al mensaje del evangelio que nos va iluminando,
interpelando y llevando a la conversión constante; porque la conversión no es
otra cosa que dejar las tinieblas del pecado para convertirnos a la luz del de
Cristo, del evangelio, y esta conversión no consiste solamente en hacer,
sino en ser.
El ciego de nacimiento recobró la vista física, pero,
ante todo, recobro la luz de la fe, esta fe que le lleva a confesar que Jesús
es un profeta, el Hijo del Hombre, ante quien se prosterna y luego le sigue.
Unidos al ciego del evangelio confesemos que Jesús es PROFETA, LUZ del mundo
que cura toda ceguera humana y espiritual. Esta tiene que ser nuestra fe:
confesar que Jesús es el Hijo de Dios, el único que nos salva y que nos transmite
la luz que viene del Padre. Estas verdades que las recitamos en el Credo, las
tenemos que hacer vida, y no conformarnos únicamente con saberlas de memoria y
recitarlas de carretillas en la eucaristía los domingos. De muy poco nos sirve
recitarlas si luego no las profundizo y las llevamos a la vida, a nuestra
relación con Dios y con los demás
Otra idea que podemos contemplar en este evangelio es
la actitud de docilidad del ciego: él se deja hacer por Jesús. El ciego nada
había pedido a Jesús, él estaba al borde del camino pidiendo limosna, y Jesús
toma la iniciativa de curarle; “le untó
los ojos con el barro que hizo”, pero el ciego se deja hacer sin poner la
mínima resistencia, pues se abre plenamente a la gracia, a la acción de Dios en
su vida, a la gran sorpresa de ver. “Ve
a lavarte a la piscina de Siloé”. Es una orden de Jesús a la que el
ciego obedece con prontitud: “fue, se
lavó, y volvió con vista”. ¡La gracia de la obediencia! Virtud tan poco
valorada en nuestros días y, sin embargo, tan evangélica y necesaria en el
camino de la fe y de la vida espiritual. El primer hombre, Adam tenía una visión
radiante, luminosa, y de repente se encontró ciego interiormente al hacer caso
a la serpiente y desobedecer la orden de Dios: la desobediencia a Dios le llevó
a la ceguera. Al contrario, el
ciego de
nacimiento en el momento que obedeció la orden de Jesús renació a la luz.
Esta actitud del ciego debe ayudarnos a fiarnos de
Dios y confiar en él. Porque Dios tiene su proyecto para cada uno de sus hijos;
pero nosotros, con frecuencia, nos oponemos a su acción liberadora como se
opusieron los fariseos, y Jesús no
puede abrirnos los ojos para que veamos y contemplemos la Luz que es él
mismo. Jesús miró al ciego desde el amor, porque él es amor. “El mirar de Dios
es amor”. Jesús solamente piensa en rescatar al ciego de aquella vida de
mendigo miserable, despreciado por todos como un pecador. Hoy también, nos
sigue mirando a ti y a mí con amor y quiere sacarnos de nuestras cegueras y
conducirnos a la Luz. Jesús quiere “rescatarnos” del poder del
pecado, de las tinieblas y de la esclavitud, para llevarnos a la libertad de
hijos, a la visión plena del Padre.
En este milagro del ciego se da un
paralelismo con la creación. San Fulgencio dice: “Dios que creó el globo
terrestre, ahora abrió los globos de los ojos del ciego… El alfarero que nos
hizo (cf. Gn 6; Is
64,7) vio estos ojos vacíos; los tocó mezclando su saliva con tierra y
aplicando este lodo, formó los ojos del ciego… El hombre está formado por
arcilla, la pomada de lodo; la materia que primero había servido para formar
los ojos luego los curó”[2].
La palabra de Dios la tenemos que hacer nuestra y
actualizarla, no podemos recordar lo que Jesús hizo en su tiempo histórico y
ver los acontecimientos como algo que a mí no me conciernen, como hechos del
pasado. No, Jesús continúa su misión aquí y ahora, queriendo curarnos de todas
las enfermedades que nos llevan a la ceguera del alma y del espíritu,
oscureciendo nuestra conciencia, impedirnos vivir en la luz y la verdad.
Este
evangelio nos invita a dejarnos sanar por Jesús toda clase de ceguera. Creo que
todos hemos vivido momentos de oscuridad y de tinieblas, y por ello sabemos la
tristeza que ello supone.
En este tiempo de gracia, como es la Cuaresma, estamos
llamados a salir de las tinieblas del pecado para caminar a la luz que nos
lleva a la Pascua de Cristo y a nuestra propia pascua.
Sor Carmen Herrero Martínez
[1] La piscina de Siloé es símbolo del bautismo, donde el género
humano ciego por el pecado recobra la vista interior.
[2] Una homilía escrita en África del Norte
siglo V-VI atribuida a San Fulgencio (467-532) PL 65, 880
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