miércoles, 28 de febrero de 2024

 


 CUARESMA: RENACER A LA VIDA 

Cuaresma 2024. Este año la Cuaresma casi nos ha cogido de sorpresa, pues rápidamente hemos pasado de la Navidad a la Cuaresma, sin tiempo para disponernos a este cambio litúrgico que requiere una disposición interior distinta. El mensaje del papa Francisco para esta Cuaresma lo titula: “A través del desierto Dios nos guía a la libertad”. Conseguir la libertad es una de las metas de Cuaresma.  La Iglesia nos propone 40 días de desierto y nos acompaña con la liturgia, la Palabra, la oración y el ayuno hacia la verdadera libertad.

Jesús se retira al desierto a orar, y los cristianos estamos llamados a seguirle. Jesús sabe que el acontecimiento central de su vida se avecina y quiere disponerse para vivirlo desde el interior, en unión con su Padre. Jesús se prepara, para asumir su misión, desde la intimidad filial de Hijo totalmente abandonado en las manos de su Padre. En los evangelios vemos como Jesús, en su vida pública, se retira a orar a solas en los momentos de tomar decisiones importantes. Él nos enseña la importancia y la necesidad de orar a solas en unión con su Padre. La oración es muy buena consejera para discernir y tomar las decisiones a la luz del Espíritu. Además, la oración fortalece la voluntad para llevar adelante la misión que se nos ha confiado. La oración para el cristiano es luz y guía. Jesús no ora para hacer el vacío en sí mismo ni para encontrarse relajado y bien, como muchas de las corrientes de meditación de nuestro tiempo, sino para vivir la unión amorosa y abandono filial con su Padre.

La Cuaresma es, ante todo, una experiencia interior, mística. La Cuaresma va orientada a la transformación del corazón, a ese renacer de nuevo, a pasar de la muerte a la vida. Dice el papa Benedicto: “Con la imposición de la ceniza renovamos nuestro compromiso de seguir a Jesús, de dejarnos transformar por su misterio pascual, para vencer el mal y hacer el bien, para hacer que muera nuestro "hombre viejo" vinculado al pecado y hacer que nazca el "hombre nuevo" (Ef 4,22s) transformado por la gracia de Dios”.[1] Este es el verdadero sentido de la Cuaresma: dejarnos engendrar de nuevo por la acción divina del Padre que nos ama y quiere que renazcamos a la vida nueva por los méritos de su Hijo, muerto y resucitado por la salvación del mundo.

La Cuaresma es camino que nos conduce a la Pascua, el acontecimiento central de los cristianos. Todos estamos llamados a prepararnos para celebrarla en toda su plenitud. Pascua, paso, cambio de vida, conversión del corazón. Si así vivimos la Cuaresma en toda su profundidad, también viviremos con gozo el misterio Pascal.

La Cuaresma muy lejos de ser un tiempo de tristeza, todo lo contrario, es tiempo de gracia orientada hacia el futuro, es decir, hacia la Pascua, que es la alegría sin fin. Desde esta perspectiva pascual “podemos caminar, de pascua en pascua, hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8, 24)”[2]. “Más que tristeza, que en Cuaresma se vea la alegría en los rostros, que se sienta la fragancia de la libertad, que se libere ese amor que hace nuevas todas las cosas, empezando por las más pequeñas y cercanas”.[3]

Hemos de decir que la Cuaresma no es un tiempo “folclórico religioso y turísticos”, la Cuaresma es algo más que las cofradías, procesiones y tambores etc.… Todo eso puede ser un medio para vivir y transmitir el verdadero mensaje de Cuaresma, de Semana Santa. Pero la Cuaresma es algo más profundo, más bíblico, místico y comprometido que todas esas manifestaciones exteriores, y que todo el arte que pueda procesionarse por las calles. El arte es didáctico, catequético, evangelizador, él puede ayudar a dar el salto de la representación a la vivencia del misterio que representa. De hecho, actualmente se está trabajando la espiritualidad de las cofradías para darles un alma, para unir la manifestación externa del misterio que celebramos con la vivencia interna de la fe.

Me atrevo a decir que estamos llamados a actualiza la vivencia cuaresmal en nuestras comunidades parroquiales, de manera creativa, dejando muchos ritos y prácticas piadosa que no tiene sentido para las nuevas generaciones, y centrándonos en lo esencial del misterio: en la Palabra encarnada que es Jesucristo. En él debemos poner nuestra mirada y nuestro corazón para seguirle y, con su ayuda, encarnar su compromiso de vida. Compromiso que le llevó a la cruz, a morir como un malhechor, y todo ello por puro amor y entrega incondicional para salvar al género humano.

 Uno de los mensajes de Cuaresma es aprender a amar como somos amados por Jesús. Si realmente vivimos este amor, la esperanza se abre cara un mundo nuevo: más humano, más justo y fraterno, donde podamos vivir la fraternidad universal de la que el papa Francisco habla frecuentemente, y sobre todo el evangelio. “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34).

 El proyecto de Jesús es comenzar aquí y ahora el “reino de Dios”. Toda la vida de Jesús está orientada hacer presente y estable el reino de Dios en el mundo, al interior de cada uno de nosotros. ¿No fue esto una de las razones por las que condenaron a Jesús? Vivir la Cuaresma nos lleva a encarnar el proyecto de Jesús en el mundo que nos toca vivir, a ser sus discípulos, discípulas, a proclamar el evangelio con toda nuestra alma. El proyecto de Dios para el cristiano es que llevemos el evangelio a la vida, y este mismo proyecto lo es también para la Iglesia y para todas las personas de buena voluntad.

 “Acojamos la Cuaresma como el tiempo fuerte en el que su Palabra se dirige de nuevo a nosotros: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud (Ex 20,2). Es tiempo de conversión, tiempo de libertad”.[4]

 Que el Espíritu Santo nos acompañe durante estos cuarenta días que nos llevan a la Pascua, y la podamos celebrar desde el júbilo de sentirnos salvados y resucitados con Cristo.

Hna. Carmen Herrero



[1]. Benedicto XVI, papa de 2005 a 2013. Audiencia general del 17/02/2010 (trad. © copyright Libreria Editrice Vaticana). 

[3] Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2024

[4] Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2024

viernes, 16 de febrero de 2024

 

CUARESMA: CAMINO DE CUARENTA DÍAS 

Con la celebración del Miércoles de Ceniza -14 de febrero- comienza la Cuaresma. Cuaresma es tiempo de gracia y de misericordia de parte del Padre infinitamente bueno que constantemente invita a sus hijos al banquete Pascual. Cuaresma es un camino a recorrer con alegría y júbilo, porque nos conduce a la Pascua, a la resurrección de Cristo y en él y con él a nuestra propia resurrección. “Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con Cristo” (Rm. 6,8).

Pero ¿cómo conducirse por este camino que nos lleva a la Pascua? Y ¿qué disposición interior debo tener para vivir en plenitud el misterio de muerte y resurrección con Cristo? Porque este es el verdadero sentido de la Cuaresma: un camino a recorrer con Cristo que nos lleva a identificarnos con él, para también resucitar con él. “En la noche de Pascua renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer como hombres y mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo”[1].

Durante estos cuarenta días debemos conducirnos con dignidad, con esa dignidad que nos viene de ser hijos e hijas de Dios, amados del Padre desde toda la eternidad, y salvados en su Hijo, Jesucristo. Desde esta certeza caminaremos con esperanza, con la seguridad de que los obstáculos y dificultades que se presenten en el camino podremos superarlas, porque no caminamos solos, Jesús nos acompaña, además él es nuestro Camino. En Jesús pongo toda mi confianza, él es mi fortaleza, el cayado firme que me lleva a caminar a su lado con paso seguro y ligero; siempre mirando hacia adelante, sin volver la vista atrás, apoyando mis pasos sobre sus pasos y siguiendo su voz que me dice: “Tú, sígueme” (Jn 21,22).

Cuarenta días es un periodo un poco largo y, por lo tanto, hay que organizar la “intendencia” para el camino. Entonces, ¿qué provisiones poner en mi mochila para que este camino sea fácil de recorrer sin llevar demasiado peso a fin de poder llegar a la meta? Te indicaré algunas provisiones que te aligerarán el peso.

SOBRIEDAD

La primera condición para caminar, con presteza, consiste en que la mochila esté muy ligera de peso, lo que supone cierta sobriedad. ¿De qué sobriedad hablamos? Sobriedad en tus pensamientos, juicios, críticas, palabras hirientes, fantasías y desánimos. La sobriedad te llevará a ir a lo esencial, a tu realidad concreta, y esto pasa por la conversión del corazón. Déjate convertir y evangelizar las zonas más profundas de tu corazón. Reorganiza tu corazón de forma evangélica; deja que la gracia de Cuaresma entre en ti, te reconstruya desde el interior y te sane. Seguro que, si logras vivir esta experiencia de sobriedad tu caminar será más ligero y rápido, y tu alegría pascual será infinita.

La sobriedad te lleva vivir en la verdad, hacer la verdad en tu vida. “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). Y ¿qué es la verdad? La verdad es Cristo, conocer a Cristo nos lleva a vivir en la verdad, pues no podemos conocer a Cristo y vivir en la mentira, en el pecado, en el desorden, en la esclavitud de tantos ídolos como nos acechan. La Cuaresma, ante todo, tiene que llevarte a un mayor conocimiento de Jesucristo, y el conocimiento te llevará al amor; Jesús tiene que ser el centro de tu existencia. Cuaresma: crecer en el conocimiento y en el amor a Jesús. ¡Qué bonito e interesante programa!

El conocimiento de Jesús te lleva al amor y el amor a la identificación. Como decía san Pablo: “Mi vivir es Cristo” (Fp. 1, 21). La Cuaresma tiene que ayudarnos, a nosotros, los cristianos, a identificarnos cada vez más con Cristo, y a partir de esta identificación podremos vivir esta muerte y resurrección que nos conduce a la Pascua.

DESIERTO

Vivir el desierto no como una ascesis sin alma, sino como una necesidad vital para estar a solas con AQUEL que me ama y quiere entablar una relación de amor conmigo: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Oseas 2,4). Retirarse al desierto como necesidad de escucha amorosa y de estar a solas con Dios. Descubrir la mística del desierto, no quedarse solamente en la austeridad que él implica, sino descubrir con gozo lo que significa el encuentro con Jesús en lo más profundo de ti mismo. El desierto hemos de vivirlo no tanto como un lugar geográfico, sino como estado interior “donde se pasan las cosas más secretas entre Dios y el alma”. (Santa Teresa de Jesús).

ORACIÓN

La oración es el fruto del silencio y soledad del desierto, “acostumbrarse a soledad es gran cosa para la oración” dirá Teresa de Jesús. El desierto nos conduce a la soledad y a la escucha, y la escucha al amor, y el fruto del amor es la oración que transforma y une a Cristo y a los hermanos en humanidad. La oración que le agrada al Señor es la oración de un corazón sosegado, acallado, unificado; abierto y acogedor a Su presencia para vivir en su intimidad. No todos podemos retirarnos al desierto como lugar geográfico para orar; pero si podemos retirarnos -y debemos retirarnos- al desierto de nuestro propio interior. Es urgente para el equilibrio mental y espiritual vivir el desierto. Pues el desierto no es la ausencia de las personas, sino la presencia de Dios. Y orar es vivir en su PRESENCIA.

AYUNO

El ayuno es esencial en el seguimiento de Jesús y también para vivir una relación justa y armoniosa con los alimentos. No debo dejarme poseer por ningún alimento ni tampoco querer poseerlos. La justa relación con las cosas consiste en reconocer con gratitud su valor y su necesidad.  Como dice san Ignacio de Loyola: “Las cosas se usan tanto en cuanto me ayudan al fin perseguido”. El saber privarse, sentir la necesidad, y hasta el hambre material nos lleva a la libertad y a valorar las cosas que Dios ha creado para nuestras necesidades; y a pensar y ser solidarios con tantos hermanos nuestros que carecen de lo más esencial, en parte, por el mal uso que hacemos de los recursos de la naturaleza, de nuestro acaparamiento y de la posesión desmesurada de las cosas. Por ahí tendría que ir orientado nuestro ayuno.

Y siendo importante el ayuno material, mucho más importante es el ayuno del yo que me lleva a reconocer al hermano y a ser compasivo, a mirarlo con amor, por lo que él es y no por lo que representa. El ayuno del yo es el que realmente me libera de toda esclavitud, y me lleva a ver al otro en su propia realidad, y a ir a su encuentro. Esto es lo que no supo hacer el rico de la parábola de Lázaro (Lc 16, 19-31). Su pecado no está en que fuese rico, sino en la ignorancia de su hermano necesitado, porque ni lo miró ni lo vio a causa de su ceguera; y teniendo muchos bienes no fue solidario ni supo compartir sus riquezas con el indigente. Vivía al margen de Dios y -como consecuencia- no reconoció la necesidad de su hermano. El ayuno de mi yo me lleva a la purificación, a reconocer la necesidad del tú, del vosotros, y juntos caminar hacia la fraternidad universal, hacia el compartir de bienes, hacia la Pascua.

COMPARTIR

El compartir me lleva a salir del yo y a pensar en el tú, en nosotros. En mí nace la generosidad, el desprendimiento, el verdadero sentido de la pobreza evangélica; y, sobre todo, el sentimiento de comportarme como hermano con el hermano.

Quien sabe compartir nunca se empobrece, antes bien, se enriquece infinitamente. La sagrada Escritura nos lo certifica; pero también la vida misma. “El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; y el que siembra con abundancia, abundantemente cosechará” (2 Cor 9, 6-7).

Quiero terminar con las palabras del papa Francisco en su mensaje de Cuaresma 2021: “Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y amar. Esta llamada a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre”.

Hna. Carmen Herrero

 

 



[1] Mensaje del papa Francisco para la Cuaresma 2021.

miércoles, 22 de noviembre de 2023


ADVIENTO: 

TIEMPO DE ESPERA ESPERANZADA

 

Un año más nos disponemos a celebrar un nuevo Adviento preñado de espera esperanzada, de expectación y alegría; porque en el seno de una doncella, María de Nazaret, crece el germen de un mundo nuevo: el Hijo de Dios encarnado, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. “Y que Dios se hace hombre y que el hombre Dios sería” (San Juan de la Cruz).

El primer domingo de Adviento, el 3 de diciembre, es también el comienzo de un nuevo año litúrgico, este año pasamos del ciclo A al ciclo B. La pedagogía y sabiduría de la liturgia nos van introduciendo en la comprensión y celebración maravillosa del Misterio de Cristo Encarnado.

La palabra adviento - advenimiento viene del latín y, quiere decir LLEGADA SOLEMNE, VENIDA; pero una venida importante, no una venida cualquiera. Ante tal venida estamos invitados a prepararnos con solicitud y alegría para acoger a aquel que viene, es decir, a Jesús, al Emmanuel, el Dios encarnado. El Adviento es como un camino que vamos recorriendo con vigilancia gozosa a través de las cuatro semanas litúrgicas, que preceden al 24 de diciembre, acompañados de las lecturas bíblicas que la Iglesia nos propone para la celebración litúrgica. La palabra de Dios nos guía con sabiduría por el camino de la espera esperanzada, ilusionada, que nos lleva hasta el establo en Belén. Allí es donde acaece el mayor acontecimiento de la Historia: el nacimiento del Hijo de Dios, el Emmanuel. “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal, 4,4). Y el apóstol Juan describe con una gran profundidad: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y tocaron nuestras manos, acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros lo hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó. Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos” (I Jn 1,1-3). Y Benedicto XVI dice: “El acontecimiento central de nuestra fe es que Dios-Amor ama tanto al mundo (a nuestro mundo) que le ha enviado a su Hijo… Jesucristo, este Niño Jesús que nos nace, es el Amor de Dios encarnado”.[1] 

El Adviento es un tiempo para vivirlo desde la contemplación y la acción de gracias al Padre; porque “Jesús se hace uno de nosotros, en todo, excepto en el pecado” (Heb 4,15). Jesús es el enviado del Padre, el Salvador de la humanidad. La encarnación del Verbo es el gran regalo del Padre que se nos da en su propio Hijo, para que, en el Hijo, también nosotros seamos hijos por adopción y coherederos con Cristo (cf. Rm 8, 14ss). El misterio de la encarnación es tan inmenso que sobrepasa toda capacidad humana de comprensión. Solamente desde la fe, el amor y la adoración se puede “vislumbrar” lo que significa el inmenso amor de Dios por la humanidad, por cada una de sus creaturas creadas a su imagen y semejanza. (cf. Gn 1, 26-27).

Vivir el Adviento nos lleva a creer firmemente en la encarnación de Dios. En ese Dios que se hace niño y nace de una doncella llamada María, Hija de Israel. Y todavía más, esta fe me lleva a creer que Dios también se encarna en mi vida, en la vida de mis hermanos y en la historia; en el mundo de hoy, en medio de las pruebas y oscuridad por las que la humanidad atraviesa.

El hecho histórico de la encarnación de Jesús se realizó en el pasado, en el ayer; pero en el hoy, y en el ahora, él se sigue encarnando, y si no acojo y vivo esta encarnación, no he comprendido lo que significa el Adviento ni la Navidad. El Adviento tiene que ser un encuentro personal con Dios encarnado en mi corazón, en mi vida, en lo cotidiano, en mis hermanos y en la historia. Si así vivo el Adviento, celebraré la Navidad en toda su profundidad, con júbilo, porque creo y confieso, desde la experiencia interior, que Jesús “Se hizo carne, para hacer de nosotros los poseídos de Dios. Se rebajó por bondad, para levantarnos a nosotros. Salió de su casa, para introducirnos en ella. Se apareció visiblemente a nuestros ojos, para mostrarnos las cosas invisibles” (San Gregorio Magno).

La alegría y júbilo, caracterizan el Adviento; porque esperamos un nacimiento, y todo nacimiento es causa de expectativa, de admiración y de gozo. Seamos, pues, capaces de preparar el camino al Señor, desde la espera gozosa. El ángel le dijo a María: “Alégrate, llena de gracia”, y esto mismo nos lo dice a cada uno de nosotros el Espíritu: ¡Alégrate!, el Señor está cerca, él viene y te trae su paz; él es tu Salvador, él te abre la puerta de la esperanza, de la misericordia y de la salvación. 

                                          ¡FELIZ NAVIDAD!

 

Sor Carmen Herrero

 



[1] BENEDICTO XVI, “Dios es amor”, nº 1, Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana

 

lunes, 13 de marzo de 2023

 

                   “VÉ A LAVARTE A LA PISCINA DE SILOÉ”[1]

 

El evangelio de Juan (9,1-14), habla de la curación del ciego de nacimiento. En aquel tiempo se creía que la enfermedad era consecuencia del pecado, un castigo de Dios. Por eso los discípulos le pregunta a Jesús: “Maestro, ¿Quién peco, él o sus padres, para que naciese ciego? Jesús les contesto: “Ni peco él ni sus padres”. La ceguera física no es causa del pecado, ni ninguna otra enfermedad. Y esto lo tenemos que creer con firmeza, porque todavía se oye decir: “pero, ¿Qué he hecho para que el Señor me castigue con esta enfermedad”? No, el Señor no nos envía las enfermedades para castigarnos, la enfermedad no viene de Dios.  El amor del Padre hacia sus hijos es tan grande que los castigos son incompatibles con el amor, Dios es Amor. Si no pensamos así quiere decir que no hemos comprendido el amor del Padre ni el sentido de la filiación divina, ni tampoco tenemos una imagen real de Dios. Es muy importante preguntarnos: ¿Qué imagen tengo de Dios?

 

Hemos de decir que  en el alma puede  darse una ceguera que ella sí que es fruto de nuestros pecados. “Jesús es la Luz del mundo, él es el resplandor del Padre” (Hb 1,3). Y él ha venido para esclarecer las tinieblas que nos impiden vivir en la verdad del evangelio, en la luz de Dios. La curación del ciego de nacimiento es un hecho, a través del cual Jesús manifiesta la gloria de Dios, su poder. Jesús ha venido a librarnos de la ceguera del pecado - la mayor enfermedad y tiniebla de la humanidad-, a traernos la luz que ilumina los ojos de nuestro corazón y de nuestra conciencia, y además nos salva.

 

Ante el milagro que Jesús realiza al darle la vista al ciego de nacimiento vemos la postura de los fariseos. Una actitud cerrada al hecho evidente que están viendo, porque ellos se creen poseedores de la verdad absoluta y no creen en el poder de Jesús. Por eso Jesús les dice: “si estuviereis ciegos, no tendrías pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste”. La postura de los fariseos también puede ser la nuestra: vamos a misa los domingos, practicamos ciertas oraciones y hacemos algunas obras de caridad, damos limosnas, y por ello creemos que vivimos en la verdad y en la luz. Todo esto, siendo bueno, no nos certifica que vivamos plenamente en la luz; pues lo importante no es hacer obras sino vivir en la luz divina, estar abiertos a las sorpresas de Dios, a la Palabra, al mensaje del evangelio que nos va iluminando, interpelando y llevando a la conversión constante; porque la conversión no es otra cosa que dejar las tinieblas del pecado para convertirnos a la luz del de Cristo, del evangelio, y esta conversión no consiste solamente en hacer, sino en ser.

 

El ciego de nacimiento recobró la vista física, pero, ante todo, recobro la luz de la fe, esta fe que le lleva a confesar que Jesús es un profeta, el Hijo del Hombre, ante quien se prosterna y luego le sigue. Unidos al ciego del evangelio confesemos que Jesús es PROFETA, LUZ del mundo que cura toda ceguera humana y espiritual. Esta tiene que ser nuestra fe: confesar que Jesús es el Hijo de Dios, el único que nos salva y que nos transmite la luz que viene del Padre. Estas verdades que las recitamos en el Credo, las tenemos que hacer vida, y no conformarnos únicamente con saberlas de memoria y recitarlas de carretillas en la eucaristía los domingos. De muy poco nos sirve recitarlas si luego no las profundizo y las llevamos a la vida, a nuestra relación con Dios y con los demás

 

Otra idea que podemos contemplar en este evangelio es la actitud de docilidad del ciego: él se deja hacer por Jesús. El ciego nada había pedido a Jesús, él estaba al borde del camino pidiendo limosna, y Jesús toma la iniciativa de curarle; “le untó los ojos con el barro que hizo”, pero el ciego se deja hacer sin poner la mínima resistencia, pues se abre plenamente a la gracia, a la acción de Dios en su vida, a la gran sorpresa de ver. “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Es una orden de Jesús a la que el ciego obedece con prontitud: “fue, se lavó, y volvió con vista”. ¡La gracia de la obediencia! Virtud tan poco valorada en nuestros días y, sin embargo, tan evangélica y necesaria en el camino de la fe y de la vida espiritual. El primer hombre, Adam tenía una visión radiante, luminosa, y de repente se encontró ciego interiormente al hacer caso a la serpiente y desobedecer la orden de Dios: la desobediencia a Dios le llevó a la ceguera. Al contrario, el ciego de nacimiento en el momento que obedeció la orden de Jesús renació a la luz.

 

Esta actitud del ciego debe ayudarnos a fiarnos de Dios y confiar en él. Porque Dios tiene su proyecto para cada uno de sus hijos; pero nosotros, con frecuencia, nos oponemos a su acción liberadora como se opusieron los fariseos, y Jesús no puede abrirnos los ojos para que veamos y contemplemos la Luz que es él mismo. Jesús miró al ciego desde el amor, porque él es amor. “El mirar de Dios es amor”. Jesús solamente piensa en rescatar al ciego de aquella vida de mendigo miserable, despreciado por todos como un pecador. Hoy también, nos sigue mirando a ti y a mí con amor y quiere sacarnos de nuestras cegueras y conducirnos a la Luz. Jesús quiere “rescatarnos” del poder del pecado, de las tinieblas y de la esclavitud, para llevarnos a la libertad de hijos, a la visión plena del Padre.

En este milagro del ciego se da un paralelismo con la creación. San Fulgencio dice: “Dios que creó el globo terrestre, ahora abrió los globos de los ojos del ciego… El alfarero que nos hizo (cf. Gn 6; Is 64,7) vio estos ojos vacíos; los tocó mezclando su saliva con tierra y aplicando este lodo, formó los ojos del ciego… El hombre está formado por arcilla, la pomada de lodo; la materia que primero había servido para formar los ojos luego los curó”[2].

 

La palabra de Dios la tenemos que hacer nuestra y actualizarla, no podemos recordar lo que Jesús hizo en su tiempo histórico y ver los acontecimientos como algo que a mí no me conciernen, como hechos del pasado. No, Jesús continúa su misión aquí y ahora, queriendo curarnos de todas las enfermedades que nos llevan a la ceguera del alma y del espíritu, oscureciendo nuestra conciencia, impedirnos vivir en la luz y la verdad. Este evangelio nos invita a dejarnos sanar por Jesús toda clase de ceguera. Creo que todos hemos vivido momentos de oscuridad y de tinieblas, y por ello sabemos la tristeza que ello supone.

 

En este tiempo de gracia, como es la Cuaresma, estamos llamados a salir de las tinieblas del pecado para caminar a la luz que nos lleva a la Pascua de Cristo y a nuestra propia pascua.

                                                                                                       Sor Carmen Herrero Martínez



[1] La piscina de Siloé es símbolo del bautismo, donde el género humano ciego por el pecado recobra la vista interior.

[2] Una homilía escrita en África del Norte siglo V-VI atribuida a San Fulgencio (467-532) PL 65, 880

 

E

lunes, 2 de marzo de 2020


CUARESMA: TIEMPO DE RECONCILIACIÓN


El miércoles, 26, con el rito de la imposición de ceniza, comenzamos una nueva Cuaresma. Tiempo de gracia y de reconciliación. Tiempo de misericordia por parte del Padre bueno que constantemente invita a sus hijos al Banquete pascual. Pues, Cuaresma es un caminar con alegría y jubilo hacia la Pascua: la resurrección de Cristo y nuestra propia resurrección. “La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo siempre es actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren”[1].

El mensaje de Cuaresma del papa Francisco de este año, 2020, lleva como título: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Co 5,20). El cristiano está llamado a volver a Dios constantemente «de todo corazón» (Jl 2,12

Pero, ¿cómo conducirse por este camino de reconciliación con Dios, con nosotros mismo y con los demás? Y, ¿qué medios tomar para este camino de 40 días y poder vivir, en profundidad, esta reconciliación evangélica?
Hemos de comenzar por conducirnos con dignidad, la dignidad que nos viene de ser lo que somos: hijos e hijas de Dios, amados del Padre desde toda la eternidad y salvados en su Hijo Jesucristo. Desde esta certeza y convicción caminaremos con gozo, y los obstáculos y dificultades que se antepongan a nuestra reconciliación serán más fáciles de superar; porque no caminos solos, sino de la mano de aquel que es nuestro Reconciliador: Jesús. En él pongo toda mi esperanza, porque él es mi fortaleza, mi cayado firme que me lleva a caminar con paso ligero y seguro por el camino de la conversión, de la evangelización de mi propio corazón; siempre mirando hacia adelante, sin volver la mirada atrás, apoyando mis pasos sobre sus pasos para seguirle. “Tu sígueme” (Jn 21,22).

¿Qué valores quiero vivir, durante este tiempo cuaresmal que me ayuden en este proceso de reconciliación? Indico algún de ellos, entre otros muchos que podríamos practicar como ayuda a la reconciliación. Teniendo presente que la reconciliación es tarea de toda la vida. Para el cristiano, la renovación tiene que ser contante, pues no se limita a un periodo tan solo de cuarenta días.

Sobriedad. La primera condición es que mi mochila tiene que estar muy ligera de peso para que no sea un obstáculo para mi camino cuaresmal. Entonces, mi primera disposición, es la sobriedad. ¿De qué sobriedad hablamos? De una sobriedad que te unifica; porque la reconciliación es hacer la unidad en sí mismos. Unir todas las rupturas que se dan en mi interior. Sobriedad en tus deseos, pensamientos, sueños y fantasías. La sobriedad te lleva a volver a lo esencial, a tu propia realidad concreta, y esta realidad pasa por la conversión, por la reconciliación contigo mismo, con Dios y con los hermanos; incluso con tu historia y tu pasado. Déjate convertir y evangelizar las zonas más profundas de tu corazón; es decir, deja que la gracia de Cuaresma entre en ti y te reconstruya desde el interior, desde lo más profundo de tu ser. Seguro que, si logras hacer esta experiencia, tu caminar será más ligero y rápido, tu alegría mayor, y tu esperanza infinita.

La sobriedad te lleva a la verdad. Vivir en verdad, hacer la verdad en tu vida. “La verdad os harás libres”       (Jn 8,32). Y, ¿qué es la verdad? La verdad es Cristo, y conocerle te lleva a hacer la verdad en tu vida, pues no podemos conocer a Cristo y vivir en la mentira, en el pecado, en el desorden; en la esclavitud de tantos ídolos como nos acechan y nos rompen. La sobriedad te llevará a la sensatez, al buen discernimiento, a no seguir dioses extraños.
A la sobriedad le a acompañan el desierto, la oración, el ayuno, el compartir.

Desierto. Vivir el desierto como una necesidad para estar asolas con Aquel que sabemos nos ama y quiere entablar una relación de amor conmigo: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Oseas 2,4). Retirarse al desierto como necesidad de escucha amorosa y de estar a solas con Dios, pero no tanto como un lugar geográfico, sino como el lugar interior, el lugar de la interioridad más profunda de mi propio yo. Descubrir la mística del desierto, no quedarse solamente en la austeridad que él conlleva, sino vivir la mística que el desierto encierra: encuentro amoroso con el misterio trinitario. El desierto, ante todo, tiene que llevarte a un mayor conocimiento de Jesucristo, a rechazar con energía todo cuanto se anteponga al amor de Jesús y a tu propia libertad. El desierto tiene la virtud de unificar la persona, porque es el lugar en el que realmente te encuentras contigo mismo, cara a cara con tu Creador. Es en ese cara a cara que se va haciendo la verdad en tu vida, y la verdad unifica. Dios no quiere corazones partidos, es decir divididos. Todos, aunque sea inconsciente, deseamos la unidad del ser, porque es uno de los valores esenciales para ser felices.

Oración: La oración es el fruto del desierto, “acostumbrarse a soledad es gran cosa para la oración” dirá Teresa de Jesús. El desierto nos conduce a la soledad, a la escucha, y la escucha al amor; y el fruto del amor es la oración que transforma y une con Cristo y con los hermanos en humanidad. La oración que le agrada al Señor, es la oración de un corazón sosegado, acallado, unificado; abierto a acoger su Presencia y a vivir en su intimidad. No todos podemos retirarnos al desierto como lugar geográfico; pero sí que podemos retirarnos, y debemos retirarnos, al desierto de nuestro propio interior. Pues el desierto no es la ausencia de las personas, sino la presencia de Dios. Y orar es vivir en su Presencia. El papa Francisco en su mensaje de Cuaresma insiste en la oración: “La oración es muy importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad”[2]. La voluntad del Padre es que volvamos de todo corazón a la casa del Padre. “Les daré un corazón para que me conozcan, porque yo soy el Señor; y ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, pues volverán a mí de todo corazón” (Jeremías, 24,7). El conocer bíblico, quiere decir amar. Dios nos ha dado un corazón para que el amemos. ¡Qué maravilla!

Ayuno. El ayuno es esencial en el seguimiento de Jesús, y también para vivir una relación, justa y armoniosa entre mi yo y los alimentos. Por esos no debo dejarme poseer por ellos ni tampoco quererlos poseer. La justa relación con las cosas y con los alimentos, consiste en reconocer con gratitud su valor, su necesidad y, como dice san Ignacio de Loyola: “las cosas se usan tanto en cuanto me ayudan al fin perseguido”. El saber privarse, sentir la necesidad y hasta el hambre material, nos lleva a la libertad y a valorar las cosas que Dios ha creado para nuestro sustento; y también a pensar en tantos hermanos nuestros como carecen de lo más esencial, en parte, por el mal uso que hacemos de los recursos y frutos de la naturaleza; del acaparamiento y la posesión desmesurada de unos pocos. Ahí tendría que ir orientado nuestro ayuno: a ser solidarios con tantas personas como no tienen lo necesario para alimentarse correctamente. En nuestros días el ayuno significa compartir. La privación en sentido de compartir tiene un valor mucho más evangélico que la privación únicamente por ascesis. Pon en un sobre tus ahorros y comparte… Tu corazón se llenará de alegría, y la alegría es superior a la ascesis, además alegrarás el corazón de tu hermano necesitado y el corazón del Padre, porque ve en ti el amor a tus hermanos, sus hijos. “Que os améis los unos a los otros como yo os he amados” (Jn 13,34).

Y siendo muy importante esta orientación del ayuno material, él debe de conducirnos todavía mucho más lejos, a ese otro ayuno del yo que es el que realmente nos quita la libertad, nos esclaviza y nos impide ver al hermano como un don, como una riqueza desde la diferencia. Esto es lo que no supo vivir el rico de la parábola de Lazado (Lc 16, 19-31). Su pecado no está en que era rico, sino en que ignoró a su hermano pobre y necesitado. El rico, teniendo mucho, ignoraba a los demás, no supo vivir la fraternidad ni el compartir. Vivía al margen de Dios y al margen de los demás; muy centrado en su yo y, como consecuencia, no reconoció a su hermano hambriento y desnudo. El ayuno de mi yo me lleva a reconocer el de mi hermano, para juntos caminamos más gozosos hacia la Pascua.

Compartir. El compartir nos lleva a la generosidad, al despojo, a la pobreza evangélica; y, sobre todo, a tener en cuenta al hermano más necesitado. Quien sabe compartir nunca se empobrece, antes bien, se enriquece infinitamente. La Sagrada Escritura nos lo certifica; pero también la vida misma. “El que siembra escasamente, escasamente cosechará; y el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará. Cada uno según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9,6-7). El dar conlleva en sí mismo, una gran alegría; y más todavía cuando este dar implica desprendimiento y entrega en bien de los más necesitados. Dice el papa Francisco: “Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía”[3]. En nuestros días todo está al servicio de la economía, cuando tiene que ser al contrario: la economía puesta al servicio de los hombres, al crecimiento y bien de la humanidad.

La Cuaresma tiene que ayudarnos, a nosotros, los cristianos, a identificarnos cada vez más con Cristo, y a partir de esta identificación podremos vivir con él la muerte y resurrección que nos conduce a la Pascua, el Misterio central de nuestra fe.
Sor Carmen Herrero




[1]. Discurso de Cuaresma del papa Francisco 2020
[2]. Mensaje del papa Francisco de Cuaresma 2020
[3] Discurso de Cuaresma del papa Francisco 2020

martes, 31 de diciembre de 2019

ES NAVIDAD


                                                             ES NAVIDAD CUANDO



“No tengáis miedo, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo:
hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor”
(Lc 2,10-11).
      
Es Navidad cuando descubrimos que todo en la vida es gracia, don gratuito del amor del Padre que nos ama hasta el extremo de enviarnos a su propio Hijo, tomando nuestra propia naturaleza. Dios se encarna en la naturaleza humana, para que los humanos podamos acceder a la naturaleza divina.

Es Navidad cuando abandonamos nuestros individualismos, nuestras comodidades y caprichos; cuando tomamos conciencia de la realidad de muchos de nuestros hermanos que viven en la miseria, en la soledad y el abandono, sin dignidad alguna, y hacemos por ellos cuanto está a nuestro alcance. Tal vez un pequeño gesto que humaniza, una mirada que fortalece, una palabra que alienta, ayudándoles a recobrar toda su dignidad de hijos de Dios, creados a su imagen y salvados por Jesús encarnado.

Es Navidad cuando nos maravillamos y asombramos al descubrir dónde Dios está presente, dónde se encarna, en qué pesebre nace, sufre y vive marginado. Es Navidad cuando, ante estas situaciones de miseria que nos toca vivir diariamente, no nos quedamos con los brazos cruzados; sino que obramos desde el amor, la comprensión y la generosidad. La Navidad nos lleva a la acción activa en favor de los más necesitados, a todos los niveles. Poco importa el estatus de vida social, ya que la pobreza se reviste de muy diversas maneras. La Navidad no es, únicamente, unos días que el calendario litúrgico y civil nos propone; no, la Navidad se prolonga a lo largo y ancho de todos los días del año. Estamos llamados a descubrir la espiritualidad de la Navidad, el verdadero sentido teológico de la encarnación del Hijo de Dios. Dios se encarna para salvar al género humano en toda su dimensión. Y, a la vez, desea que cada uno nosotros nos impliquemos en esta maravillosa aventura que es la Navidad: don de sí y entrega incondicional al estilo del Emmanuel, el Dios-con-nosotros.

Es Navidad cuando vivimos en comunión los unos con los otros, cuando superamos las diferencias de raza, lengua, religiones y opciones políticas. Cuando el respeto, la tolerancia y la comprensión mutua, la vivimos como una ley natural que nos une a todos los seres humanos por encima cualquier diferencia. Porque la Ley común al género humano es la de amar y ser amado. ¿No es esta la verdadera Navidad? “Dios es amor”, dirá san Juan, y porque es amor se ha encarnado para enseñarnos a amarnos como él mismo nos ama. La Navidad es la construcción de la fraternidad universal, teniendo como guía a nuestro Rey y Señor, el Príncipe de la paz.

Es Navidad cuando recordamos, con amor y gratitud, a las “estrellas” que nos han guiado en el camino para llegar a donde hoy nos encontramos, y ser lo que, efectivamente, somos. Especialmente tenemos presentes a nuestros padres y familiares, educadores, amigos/as que nos han acompañado a lo largo de nuestro camino y de nuestra historia, ayudándonos a crecer en fe y en sabiduría. Ellos y ellas están presentes, celebrando con nosotros la Navidad. Tanto los que ya nos han precedido, como los que están lejos, todos formamos ese coro de ángeles que celebran y cantan: “Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres que ama el Señor”  (Lc 2,14).

      Es Navidad cuando no desesperamos ni nos dejamos llevar por la decepción ni el desánimo ambiental; sabiendo descubrir y “formar” nuevas estrellas, que iluminen nuestro camino, que nos impulsen a vivir con ilusión, con alegría y esperanza renovada en medio del caos político y social que nos toca vivir; conducidos por la estrella de lo alto y también por la estrella de tantos hombres y mujeres que luchan sin desmayo para crear una sociedad donde se viva la fraternidad, la justicia y la paz; donde el cese de la fabricación de armas sea una realidad y así finalicen las guerras, toda clase de violencia y la explotación de los más débiles. Entonces, la Navidad será una realidad.

Es Navidad cuando cuidamos a los enfermos, acariciamos y consolamos a los niños; cuando escuchamos a las personas mayores prestándoles toda la atención y respeto que se merecen. Navidad exige ponerse en camino hacia Belén, hacia el misterio de Amor, de Belleza y de Bondad que anida en lo más profundo del ser humano. Este es el camino real que la Navidad nos invita a recorrer. No vayas lejos de ti para encontrar a Jesús en un pesebre. Entra dentro de ti y lo hallarás. “Alma, buscarte has en Mí, y a Mí buscarme has en ti” (Santa Teresa) y san Agustín: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba”. Tú mismo eres ese establo, ese pesebre en el que a Jesús, realmente, le gusta nacer y entablar una relación de amistad contigo. ¿Estás dispuesto/a a acogerle? ¿Crees que realmente le importas a Jesús y que él quiere ser tu amigo, tu Salvador? Si realmente crees estas verdades de nuestra fe, ¡es Navidad para ti! Y tú podrás ser Navidad para el mundo.

“Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor;
y es su nombre: Admirable, Dios, Príncipe de la Paz”
(Lc 1,13).
                                                                                                                               Sor Carmen Herrero

lunes, 9 de diciembre de 2019







ADVIENTO   NOS  INVITA   A   VIVIR   ACTITUDES   DE   RENOVACIÓN   PROFUNDA

Adviento 2019

Hace unos días, celebramos el primer domingo de Adviento como pórtico de un nuevo año litúrgico. El año litúrgico comienza con el primer domingo de Adviento. Es importante que, al comenzar este tiempo, nos situemos en la realidad litúrgica que durante cuatro semanas vamos a celebrar, como preparación a la Navidad. Y acojamos la gracia de este tiempo maravilloso de espera esperanzada en Jesús que viene a visitar a su Pueblo y acampa entre nosotros. “Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y Dios será su Dios" 
(Apocalipsis 21, 3).

El Adviento es la iniciativa de Dios que quiere encontrarse con la humanidad, con cada uno de sus hijos e hijas y decirles todo su amor. Por parte del cristiano, vivir el adviento es abrir el corazón de par en par para acoger la gracia y el regalo que Dios nos hace enviándonos a su propio Hijo, encarnado en el seno de una doncella: María. En su Hijo, Dios nos dice el inefable amor que nos tiene. Vivir el Adviento en profundidad conlleva la acogida de este gran amor y purificación de cualquier otro amor que impida a Jesús nacer plenamente en la cuna de mi corazón. Celebrar el adviento significa que María y José tienen sitio en mi “posada”, donde el Emmanuel puede nacer y sentirse acogido y amado.
El adviento está marcado por: velad, orad, conversión.
La conversión del corazón tarea cotidiana y permanente; para ello necesitamos la oración y la vigilancia; y la gracia del Espíritu que siempre nos acompaña.
Cristo, que vino ayer al mundo, hoy, viene misteriosamente, invisible, pero realmente a morar en cada uno de nosotros. Ayer vino de forma visible a Palestina. Y hoy viene de forma mística y misteriosa para grabar su vida en nuestra propia vida, en nuestra intimidad, en nuestra conciencia. Esta es la realidad maravillosa de este tiempo de Adviento: Cristo que ayer vino al mundo y nació en Belén, hoy, en el momento histórico que vivimos, viene a la comunidad y a cada uno de nosotros para transformarnos en él, haciéndonos revivir su vida y los misterios de su vida, que ahora son sucesos de los cristianos, no solo de aquel Jesús de Palestina.
Un nuevo Adviento requiere vivir actitudes de renovación profunda. Señalamos tres que son esenciales:
Ø  Conocer más a fondo a Dios nuestro Padre que nos ha dado a su propio Hijo, por puro amor, para salvarnos.
Ø  Conocer al Hijo que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre.
Ø  Y conocernos a nosotros mismo como obra maravillosa del amor de Dios al crearnos a su imagen y semejanza, regenerados y salvados en su Hijo.
Si así vivimos el Adviento, la Navidad tendrá toda su dimensión cristológica y en nuestro corazón, en el seno de las familias y en el corazón de la comunidad reinará el gozo y la alégrese de la Navidad: Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. «Maravilla de Consejero», «Príncipe de Paz»" (Is. 9,7).